Valores silenciosos

Valores silenciosos

    «El velocímetro marcaba más de 200, pero ni las líneas del pavimento, ni las señales, ni las farolas nos hacían conscientes de tal velocidad. No parecía que fuéramos tan rápido. Habíamos recorrido tanto en tan poco tiempo que no nos habíamos percatado del paso de las horas, ni del paisaje que nos rodeaba. Ciudades y pueblos, ríos y montañas se desvanecían en un bosquejo indiferente. Nadie se detuvo a descubrir figuras en las nubes, hacer carreras de gotas de lluvia en la ventana, saludar a los pasajeros de otros coches, contar insectos que se estrellaban contra el parabrisas o jugar al veo-veo. Nada. Sólo pasó el tiempo, y por suerte o gracias al cielo no tuvimos un accidente; rápido llegamos».

    La vida contemporánea, como este viaje a toda velocidad, nos arrastra en su premura. Corremos de un lugar a otro todo el día, obsesionados con llegar más rápido, con hacer más en menos tiempo, con ser los mejores en todo. En esta carrera, perdemos de vista los detalles que realmente importan. Nos obsesionamos con el destino, sin apreciar los pequeños momentos que hacen que el viaje valga la pena. Sencillamente los ignoramos.

    Con este desenfreno, nuestras relaciones y nuestra percepción del tiempo se distorsionan; increíble como somos capaces de desconectarnos de nuestros seres queridos en nuestra prisa cotidiana y nos perdemos de las experiencias significativas por estar ocupados todo el tiempo. Constantemente alardeamos “¡no tengo tiempo para nada!” y vamos dejando todo para mañana, en nuestro afán de procrastinación hasta que es demasiado tarde y entonces, lloramos.

    Sólo al reducir la marcha, al levantar el pie del acelerador, comenzamos a ver los detalles; un campo de girasoles al borde de la ruta, el vuelo errático de una mariposa, el olor a tierra mojada tras una lluvia, un amanecer. Vemos las sonrisas de los niños jugando en el parque, escuchamos las risas y las conversaciones que antes eran solo un ruido cacofónico. Un beso, un abrazo, una caricia, un “te quiero” en la mesa de una cafetería de barrio, que en otro momento dejamos de lado.

    Tenemos un ‘tesoro’ que se nos va desvaneciendo con el tiempo, un tesoro que dejamos pasar como quien no sale de casa porque está lloviendo y hace frío. Las enseñanzas y experiencias que estos tesoros quieren compartir con nosotros son un pozo de profunda sabiduría, una guía invaluable, sin duda alguna, para las generaciones que están y las venideras. No podemos permitirnos dejar que se vayan sin decir lo que tienen que decir y los demás seguir sin escuchar, sin haber bebido de esa fuente de conocimiento y sabiduría, porque perder toda esa experiencia sería un desprecio irreparable; saber de dónde venimos influye considerablemente en cómo entendemos nuestro lugar en el presente.

    Estos tesoros son nuestros mayores, nuestros abuelos ni más ni menos, quienes han vivido a través de tantas y tantas décadas, experimentando diversos cambios sociales, tecnológicos y culturales; ellos saben de lo que hablan porque lo han vivido, han afrontado desafíos y cambios con valor. Conocen bien las costumbres y la cultura, y valoran la historia. Son los que nos pueden dar lecciones valiosas sobre resiliencia y adaptación al medio.

    La vida está llena de esos pequeños trucos y consejos, e incluso manías ¿por qué no? que han perfeccionado a lo largo del tiempo. Desde habilidades blandas hasta consejos sobre relaciones personales, profesionales y gestión del tiempo, su conocimiento práctico es gigantesco. Te pueden hablar largo y tendido con el ejemplo, impartiendo importantes lecciones sobre valores y ética, sin darse cuenta porque les es intrínseco; honestidad, gratitud, respeto y responsabilidad son principios fundamentales que forjan una base sólida para la vida.

    En la realidad actual de gratificación instantánea, existen generaciones que están creciendo sin conocer la verdadera dureza de la vida, creyendo que el bienestar es su derecho innato. hay una crisis de valores. La honestidad, la integridad y la responsabilidad suenan arcaicas, pero son justamente estos términos considerados anticuados, los pilares sobre los cuales se construyeron las generaciones anteriores. Son los fundamentos que diferencian entre hacer lo correcto y hacer lo conveniente en cada momento.

    La generación de nuestros mayores ha superado dificultades considerables, puede ser desempleo, pobreza, pueden haber sido guerras y postguerras, revoluciones, crisis económicas, hambre, grandes pérdidas y retos personales, o la mera supervivencia. Las historias que cuentan son fascinantes y, en muchas ocasiones inimaginables. Sus relatos de superación son una fuente de inspiración, un masterclass sobre cómo enfrentar desafíos con mayor fortaleza y esperanza y desde luego, sus biografías también ayudan a fortalecer la identidad y el sentido de pertenencia, le ponen alma a nuestras vidas.

    Sin embargo, como muchas veces pasa no se lo agradecemos como se merecen. Únicamente por generalizar, nos aprovechamos de ellos, abusamos de su vulnerabilidad y buena voluntad, ya que, muchos desalmados se aprovechan de los mayores mediante engaños, fraudes y robos financieros, negligencia en su cuidado, maltrato físico y emocional, explotación sin reconocimiento y aislamiento social, valientes campeones o campeonas.

    El tiempo que pasamos juntos es una conexión, un regalo que no tiene precio. Mientras la generación actual lucha por encontrar su identidad en una realidad que fluctúa, nuestros mayores ya recorrieron ese camino, enfrentado adversidades y realizando sacrificios. Aprendieron las lecciones a través del dolor, la alegría y el agradecimiento. Escucharlos, sentarse a hablar y preguntarles sobre sus vidas, sus decisiones difíciles, sus momentos de duda y sus certezas ganadas con tanto esfuerzo, es primordial. En sus memorias hallaremos las raíces de una conducta que traspasa modas y tecnologías, la esencia de lo que estamos hechos.

    Nos dieron amor y nos enseñaron el valor de las cosas, protegiéndonos en cierta medida de las dificultades que ellos enfrentaron. Su afecto y amor incondicional son invaluables. Conversar y aprender de ellos es una forma de honrar su vida y su legado. Este intercambio es un regalo para ambos lados, tanto para los jóvenes que ganan sabiduría, como para los mayores se sienten valorados, escuchados y sobre todo, acompañados.

    Lo que me lleva a hablar sobre cómo los mayores son infravalorados en el ámbito laboral. Su conocimiento y habilidades no se evaporan con la edad; al contrario, se refinan. La tendencia de las empresas a prejubilar o ignorar a los trabajadores de avanzada edad no sólo es discriminatoria, sino una estupidez estratégica. ¿Cómo pueden dejar salir por la puerta décadas de experiencia y conocimiento, que son una verdadera riqueza?

    Afortunadamente, esa tendencia está comenzando a revertirse. Muchas empresas están reconociendo el error y cada vez más les dan espacio a los trabajadores mayores. ¿Espacios para la interacción intergeneracional? No, no me refiero a esporádicas fechas o eventos para la interacción, sino a una integración real y una verdadera inclusión social en nuestra vida diaria y laboral. Esto quiere decir programas efectivos donde los jóvenes aprendan habilidades prácticas y valores de vida, e iniciativas en el ámbito del trabajo que busquen activamente la participación de los trabajadores mayores en la toma de decisiones y con derecho a voto. Sobre todo, necesitamos un cambio cultural que valore la experiencia tanto como la innovación.

    Pensamos que vivimos conectados porque tenemos lo último en software y hardware, porque estamos al día con los avances tecnológicos y la cultura que nos han vendido, cuando en realidad, es todo lo contrario; cada día se hace más evidente la brecha generacional, esa desconexión y falta de respeto hacia los mayores. Mientras los jóvenes se ahogan sin saberlo en el cosmos digital por la ciega adoración a la tecnología y el progreso, la mentalidad de "renovarse o morir" ha llevado a la marginación de aquellos que, supuestamente, no pueden seguir el ritmo. Los mayores, albaceas de nuestra historia y cultura, a menudo se encuentran perdidos en un destierro silencioso.

    Tal vez la respuesta a muchos problemas no está en mirar siempre hacia adelante, sino en aprender a mirar hacia atrás con gratitud y respeto, sin quedarnos colgados por ello. La conexión intergeneracional es vital. La juventud tiene la vitalidad, pero los mayores poseen una perspectiva única. En su profundo conocimiento, ven el arco de la vida como un “camino del héroe”, desde la desesperación hasta la euforia, desde la pobreza hasta la abundancia, su experiencia no es teoría, sino práctica vivida. Como alguien dijo una vez, “aquellos que no recuerdan el pasado están condenados a repetirlo”.

    Ponerle “alma” a las cosas, es hacerlas con pasión, amor y significado, algo que los grandes nos pueden enseñar a valorar con respeto.

Los ancianos enseñan a los jóvenes.

Gracias.

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