El camino del Cuarto Mago

Estrella de Belén alumbrando el firmamento

    «Entre los ambiguos límites de la realidad y la fantasía, entre la indeterminación del tiempo y el espacio, se revela en la serenidad nocturna un paisaje de casas antiguas que desbordan un encanto inigualable. Las fachadas pintorescas, rigurosamente decoradas con guirnaldas de tenues luces, delinean los contornos de las construcciones, en tanto los tejados empinados cubiertos de una capa gruesa e impoluta de nieve, crean una atmósfera entrañable.

    Todas las casas se alinean a lo largo de estrechas calles adoquinadas que serpentean entre sí, abriéndonos la vista a un encantador pueblo nevado, una imagen que, aunque clásica, no deja de ser un cliché en estos días. Las farolas, envueltas en un halo etéreo y romántico, resplandecen con luz ambarina y acogedora que se difumina en el aire gélido.

    Bajo el crujir cadencioso de la nieve, los paseantes deambulan, despreocupados algunos sin rumbo fijo, mientras otros caminan más 
apurados. A lo lejos, se vislumbra una plaza dominada por una imponente representación plástica a escala de la ciudad de Belén, con diversas escenas que recrean el nacimiento de Jesucristo, adornada con luces brillantes y ornamentos cuidadosamente dispuestos. Da la impresión de que todas las luces del pueblo convergen hacia este simbólico encuentro, donde la gente se ha reunido para colocar al niño en el pesebre, destacándolo como el centro del cuadro. Un coro distante entonando villancicos, se mezcla armoniosamente con el gentío y la risa suave de los niños que disfrutan de la alegría característica de este tiempo.

    En una de las edificaciones, se ubica una juguetería de antaño impregnada de solera, Quimera de Oriente es un lugar mágico lleno de imaginación. El suelo resplandece con alegres pinturas, refleja la luz cálida y suave que emana de lámparas con formas de estrellas suspendidas en el techo abovedado. Las estanterías rebosantes, elevándose como las patas de un hermoso artesonado, exhiben juguetes de todos los colores y formas, dispuestos con meticulosa atención.

    Peluches, muñecas y muñecos de acción, juegos de construcción e interactivos, trenes eléctricos serpenteando por maquetas intricadas de paisajes atractivos, coches, aviones, cohetes y barcos, y una enorme variedad de artilugios, juegos de ingenio, astrología para comprender el orden divino y magia, para romper con la lógica y sumergirse en las profundidades de lo trascendental, pasatiempos y experimentos, todos con la única misión de transformar la mente y el espíritu de los más 
pequeños. Además, este bazar encantado también es custodio con celo de un acerbo monumental de libros ilustrados, evidencias preciosas de intelectos, infinitas realidades y palabras poderosas, puertas dimensionales que invitan a sumergirse en historias fascinantes y lustrarse en conocimientos. El ambiente se llena de diferentes melodías, provenientes de juguetes que emiten sonidos suaves al ser manipulados, mezclándose con la risa de los niños que corretean y juegan alegremente, mientras, los padres, agobiados, observan con preocupante atención para asegurarse de que nada se rompa de lo que está expuesto.

    Llegó la hora del cierre del día; los últimos allí presentes abandonan la estancia. Las luces se apagan, sólo quedan encendidas las más pequeñas, las estrellas, las luces que aportan un tono encantador al lugar. Mas una luz hermosa resplandece por encima de las demás estrellas, tintinea desde afuera, atravesando el gran ventanal en la bóveda.

    Casi al fondo, bueno, más bien hacia el medio, lo que sería el corazón del establecimiento, entre las numerosas alegorías de la época, destaca una figurilla engalanada con exquisitas vestiduras y un color por demás, significante, evoca la apariencia de un rey. Personaje que se despierta de su letargo y abre los ojos con la mirada fija en el cielo, capta el resplandor angélico, comprendiendo que es la señal esperada, el llamado estaba hecho. De inmediato se pone en pie y convoca a sus comprometidos amigos: Gaspar, el sereno, y Baltasar, el iluminado, ambos comprenden de manera clara el importante mensaje de Melchor, el sabio. La predicción, que durante tanto tiempo fue esperada, por fin ha sido cumplida.

    Las diminutas representaciones, desde diferentes espacios se dirigen a su punto de encuentro. Gaspar, imperturbable en su expresión, y Baltasar, con la palidez marcada por el sofocón, se unen a Melchor y, una vez juntos, el negro, el amarillo y el blanco, colores por sus atuendos bien determinados, los reyes supremos se dan cuenta que uno no ha llegado, el grupo está incompleto ¿qué ha pasado?; el tiempo apremia y no permite dilaciones.

    El camino hacia su cumplimiento está claramente señalado, y los Magos decididos no dudan en seguirlo, con el firme propósito de encontrar al recién nacido y presentarle ofrendas místicas de oro, incienso y mirra. El viaje que emprenden es más que una simple travesía física; parten a una odisea metafórica cargada de simbolismo y significado, guiados por la enigmática luz de seis puntas, los magos avanzan hacia el destino predestinado.

    Entre las innumerables versiones de las narraciones que han pervivido, surge una ausencia notoria, oculto en la penumbra al fondo del recinto, anacoreta en sus quehaceres inefables, dedicado a desentrañar los oráculos más confusos, se revela como el cuarto Rey. Alquimista de barbas imponentes y profusa ciencia que se unió a esta travesía, aunque tarde, inspirado por el mensaje que le llegó de sus colegas. No obstante, su historia fue narrada en sus propias obras más que en su presencia física.

    Este cuarto, cuyo nombre me lo guardo, elige con cuidado sus ofrendas al divino, buscando algo más allá de las posesiones materiales. Mientras sus compañeros transportan oro, incienso y mirra, él carga un cofre que porta un diamante, no sólo importante por su dureza sino también como antídoto contra los venenos. Añade también una piedra de jaspe, concebida para avivar la retórica y la elocuencia, y un rubí, cuyo fulgor tiene el propósito de disipar las sombras más densas. Su determinación no está arraigada en la búsqueda de riquezas mundanas; más bien, su propósito radica en la esencia misma de la divinidad. Este regalo, que va más allá de lo físico, representa la culminación de su viaje hacia lo trascendental, un gesto que supera las limitaciones terrenales y se sumerge en la espiritualidad pura.

    Montó a su caballo, urgiéndolo al galope más extenuante. A medida que avanzaba fuera de la tienda que le proporcionaba cobijo, el erudito se dio con desafíos que pondrían a prueba su vehemente cometido. En su ruta, tropezó con desvalidos y necesitados, confrontando diversas e innumerables adversidades. Más allá de dejar las ofrendas destinadas al infante, compartió compasión y empatía, transformando su gesto de consuelo en una epopeya de amor y servicio. Su fiel equino, agotado, no pudo más, cedió ante la espesura creciente de la nieve, quedándose sin aliento; resignado, el mago lo dejó descansando protegido del frío.

    Los otros reyes le habían dejado un mensaje en el camino, indicando que le habían estado esperando, mas él intentó seguir sus huellas, pero éstas ya se habían borrado en el blanco manto. Aunque no perdió el rumbo, la estrella lo estaba guiando. A medida que se acercaba a la ciudad de destino, fatigado y desorientado, no encontró rastro alguno de sus tres compañeros. La incertidumbre se cernía sobre él al ver lo que allí estaba pasando.

    En la algarabía de la noche en ese nevado pueblo de ensueño, ningún indicio preludiaba el devastador acto de injusticia que se estaba acometiendo y presenció el Mago, testigo impotente de esta atrocidad, por el amor del Cielo, no pudo eludir tal intervención, pagando por ello un alto precio. Las fuerzas siniestras lo arrojaron a la más hedionda oscuridad, donde languideció despreciado durante años, consumiéndose lenta y malamente por el paso del tiempo hasta quedar ciego. Sin embargo, lejos de sucumbir, el versado místico siempre supo que su verdadero viaje residía en lo más profundo del corazón.

    Aunque su presencia física no se hizo sentir en el pesebre aquel día, a diferencia de los tres reyes que se inclinaron con devoción ante el Señor y le rindieron sagrada adoración, sus acciones formaron parte de una ofrenda más extraordinaria; aunque sus ojos ya no podían percibir la luz, su espíritu se elevó por encima, alcanzando una conexión directa con el Salvador, un regalo espiritual que trascendería el tiempo y el espacio.
»

    En esa noche memorable, mientras Melchor, Gaspar y Baltasar ofrecían sus presentes al Niño Divino ante el pueblo ajeno allí congregado, la presencia etérea de este cuarto Rey Mago se materializaba en forma de un amor sagrado. Cuando la estrella de Belén se desvanezca y la luz del nuevo amanecer ilumine el día, recordemos el camino de un cuarto, la historia de un Rey que nos enseña que el regalo más valioso es aquel que viene del corazón y la conciencia, desde lo más profundo de nuestra esencia, con compasión y total entrega.

Feliz día de Reyes.

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