Sola

Una rosa sobre un riel de la vía del tren

(*) El siguiente texto es una historia de ficción que puede ser impactante, perturbadora o emocionalmente intensa.

    «Era una calurosa tarde de enero, en horas de la siesta, ni siquiera los perros eran capaces de caminar por el ardiente empedrado. Alguien, carente de sentido común, había tenido la grandiosa idea de cortar todas las ramas de los árboles que daban una sombra hermosa en la calle. La lógica para tal accionar fue la preocupación de que las cámaras no tuvieran "ángulos muertos”, así la luz no tendría obstáculos.

    Aun así, con la que estaba cayendo, unos intrépidos niños se aventuraban en sus bicicletas, mientas al fondo de la calle ingresaba un automóvil, “Chipa, chipa, rica chipa calentita” anunciaba el vendedor ambulante, a través de su megáfono con entusiasmo, acompañando su oferta con la distintiva música de fondo, que al escucharla todo el barrio la identificaban. Más que chipa, en este momento estira helado, aunque unas con café también se prestaban.

    La calle, conservaba su tranquila esencia, de esas de toda la vida, donde cada residente se conoce por el ‘árbol genealógico’ formando una auténtica familia, gustara o no. En una de las casas, tras una puerta juvenilmente decorada, se escuchaban extraños sonidos y respiraciones pesadas que se tornan apagadas. Tras un minuto, un hombre de mediana edad y temperamento seco, salía sudoso de la pieza. Las paredes y el techo de la habitación estaban tapizadas con fotografías de toda índole, desde estrellas del rock hasta obras de pintura de algún artista desconocido, todo lo que le podía llamar la atención a una joven.

    Sentada en la cama, Lina, una chica cerca de la quincena, demasiado joven, permanecía en silencio, con vergüenza. El hombre, volteándose, exclamaba: "Toma, aquí tienes para los remedios de tu madre. Andá a comprar y no molestes. La receta está en la cocina. No pongas esa cara, no es para tanto", al tiempo que arrojaba unos billetes sobre la cama. La joven apenas articulaba palabras entre dientes, y él, “¿Cómo dices?” acercándose, sentenciaba: "No digas nada o te rompo la cara. Ya te dije que no hay nada de malo. No es nada, ¿me oyes? Nada. Calma. Todo está bien. No te preocupes. Soy tu padre..." La chica asentía, sumisa ante la figura paterna. "Dale, andá y después termina tus tareas", añadía él, dándole un beso en la frente, "te amo. Eres mi vida", expresaba con cierta frialdad, pseudo encanto, mientras la chica, compungida y cabizbaja, volvía a asentir.

    Minutos después, la joven se dirigía a una farmacia cercana, a apenas una cuadra de distancia. Con cierta timidez, entregaba la receta a la farmacéutica, quien le regalaba una sonrisa, la conoce, es la hija de su querida vecina. Lina observa con la mirada perdida unos test de embarazo, en uno de los exhibidores sobre el mostrador. En un descuido de la boticaria, la joven aprovechó para tomar uno, guardándolo rápidamente en su bolsillo. "¿Y cómo está tu mami, mi reina?" indagaba la farmacéutica, entregándole el cambio mientras la joven asentía nerviosa. "Bien, gracias Ña Ramona... Me tengo que ir, chao", se despedía apresuradamente, abandonando el lugar a la carrera. "Juventud, divino tesoro, ¿quién los entiende?" reflexionaba la farmacéutica mientras cerraba la caja.

    Aquella noche, en el hospital, un pasillo silencioso veía avanzar al padre y a la hija de la mano. El hombre portaba un ramo de flores y, al llegar a la puerta de una sala de internación, se adelanta y entra, la joven se queda mirando desde fuera un lapso, el olor que se respira es de los que no puedes quitarte en la vida, hedor a sufrimiento y medicamento, el sonido de las máquinas que dan vida, monitoreo de funciones vitales. Oxigeno. En ese instante el padre tira de ella hacia adentro al ingresar, con jovialidad el hombre exclama: "Hola amor, ¿cómo estás hoy?", desechando las flores marchitas y abriendo las cortinas del ventanal con alegría “¡Qué entre la luz!”. La madre, intubada y vendada, yacía en la cama, semiconsciente. Aunque el padre intentaba insuflar energía positiva, la madre, inmóvil, con mirada temerosa, seguía cada uno de sus movimientos. La joven, acercándose, abrazaba y besaba a su madre con fuerza, expresando su amor y añoranza. La madre, quejándose de dolor, veía a su hija con el ojo libre, humedecido. La chica, deshaciendo el abrazo, respiraba profundo no le quería causar dolor. Cierra los ojos.

    De vuelta en casa, en la cocina, la joven, ahora sola y en silencio, tomaba un caldo de chaucha, cuchara tras cuchara, con apatía. De repente, su mirada mutó extraña, una arcada y otra más fuerte y con arcadas, corría al baño, abre la tapa del inodoro y se arrodilla frente a éste, con el tiempo justo para vomitar varias veces. Aprensiva, se limpia la boca y llora, sin hacer ruido, en posición fetal, tirada en el suelo.

    Al día siguiente, en el colegio, la joven parecía perdida y ensimismada, introspectiva. Su amiga, Bea, desde el otro lado del patio, la observaba y abandonaba sus juegos para acercarse. "¿Se puede saber qué es lo que te pasa boluda? Llevas todo el día así, pareces ida", cuestionaba la amiga. Lina, forzando una sonrisa, respondía: "Nada, todo bien, sólo son cosas mías", evitando la mirada y alejándose. "¿Me lo quieres contar?", insistía la amiga, pero la joven rechazaba la propuesta, “No, no pasa nada. Tengo que ir al baño” y continuaba su camino.

    Dentro de un cubículo en el baño, la joven, sentada en el retrete, extraía una prueba de embarazo de plástico. Con miedo y ansiedad, observaba detenidamente el resultado, experimentando una mezcla de emociones: miedo, vergüenza, culpa, enojo, confusión y tristeza, demasiadas emociones difíciles para tan joven mente. En un instante, las dos rayitas rojas confirmaban el positivo. Incapaz de contenerse, golpeaba la pared, se llevaba la mano a la boca y lloraba desconsolada, sintiéndose sola y atormentada, “¿Qué van a decir de mí?”. En el exterior del cubículo, Bea, escuchando en silencio, apoyaba la mano y la cara en la puerta, arrodillándose impotente.

    En el patio, durante la clase de gimnasia, las alumnas se ejercitan en diversas actividades propias de esta disciplina. Bajo una escalera, alejadas y en cierta medida ocultas del resto de las niñas, las dos amigas entablan una conversación íntima. Bea disfruta de un cigarrillo, mientras las expresiones corporales revelan una profunda intranquilidad. Lina, visiblemente afectada, llora en silencio. Ele, en un gesto de consuelo, se asegura de que nadie las observe, la abraza y la mira a los ojos, "Tranquila, no pasa nada. Todo va a estar bien, no te preocupes, encontraremos una solución", seguido de un suave beso en la mejilla. Lina, de manera delicada, acaricia la mejilla de su amiga, como un signo de agradecimiento.

    Esa noche, el padre volvió a quebrantarla, Lina se mantuvo inmóvil, ajena a sí misma, como si la victima de tan atroz no fuera ella, la hija ultrajada por semejante bestia. Aguantó lo indecible, sin encontrar a nadie dispuesto a escucharla. El temor al juicio la paralizaba, el sufrimiento le devoraba las entrañas de la conciencia, acumulando una carga pesada de vergüenza y culpa.

    Confrontar la oscuridad con una mente sumida en vulnerabilidad, enfrentarse a las decisiones sin la debida reflexión, ¿Quién puede tomarlas en ese momento? eran pasos directos hacia una espiral de dolor, ¡qué infierno, por Dios! Elecciones impulsivas y mal informadas no hacían más que empeorar la situación, sumergiéndola en un abismo de martirio. Con el tiempo pasando, y sin buscar ayuda, ¿quién pondría culpa en Lina? ¿quién podría juzgarla? Mientras tanto, la madre de ella, lejos de experimentar mejoría, continuaba ingresada en el hospital.

    Lina tomó la decisión. Se adentró en la habitación de sus padres, abrió el cajón del tocador de su madre, alzó la vista y contempló una foto de ella en el espejo. Imagen, capturada en sus días más radiantes, cuando la vida era más amable, también pudo ver su propio reflejo en el espejo junto a su madre. Sin titubear, tomó algunas joyas entre otras alhajas. La recomendación de una supuesta amiga “que fueran a ver a una casi doctor que todo el mundo conocía y sabía lo que hacía” era un eco en su cabeza, “muchas amigas habían pasado por él y todo estaba bien” le dijeron también.

    La funesta puerta de esa maldita "clínica" se abrió ante Lina y Bea con un lamento metálico, revelando una sombría sala de procedimientos operatorios, anticuada, fría e incómoda, inmersa en un desolador aire antiséptico. Lina extrajo un anillo y un par de pendientes de oro de su bolsillo, entregándoselos al pseudo doctor, un tipo de semblante frío, distante e inexpresivo, quien examinó las joyas detenidamente antes de asentir con indiferencia.

    Aterrada, Lina, no pudo evitar inquirir con voz temblorosa, “¿Duele? ¿va a sufrir el…?” Sus dedos tocaron instintivamente su propio vientre en un gesto de angustia patente. El individuo, en un tono tranquilizador, aunque carente de empatía, respondió, “¿Dolor? Nooo, por favor, no duele, aún no es nada. Apenas tienes tres meses, cuatro meses, y además, en poco tiempo, ni te acordarás; sólo será un vago recuerdo en tu memoria. Palabras que resonaron con un toque de cruel insensibilidad, “Ni te vas a acordar…”, en tanto la realidad áspera y directa se asentaba como un oscuro presentimiento.»

Lina volvió a asentir.

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