¡Qué inconsciente!

¡Qué inconsciente!

    En cada situación que vivimos y observamos a nuestro alrededor, siempre percibimos, para bien o para mal, las actitudes, comportamientos y formas de pensar y de actuar de las personas, incluyéndonos, claro, a nosotros mismos. Y no es raro que nos sorprendamos soltando las expresiones como: “¡Qué bárbaro, qué desubicados!” o “¡Qué falta de conciencia!”. Definir con precisión lo que implica ser consciente resulta realmente arduo. Según el diccionario de la Real Academia Española (RAE), la conciencia se refiere del conocimiento del bien y del mal que permite a una persona enjuiciar moralmente la realidad y los actos. Es, igualmente, el sentido moral o ético que guía las decisiones de un individuo.

    Entonces, podríamos afirmar que, porque esta noción de consciencia es eminentemente subjetiva y está íntimamente influenciada por una serie de factores que nos marcan la conducta desde pequeños, incluyendo los patrones culturales, las experiencias personales, las emociones y otros aspectos que definen de manera particular a cada persona. La naturaleza humana es tan compleja y cada individuo es tan distinto de los demás, hace que resulte imposible establecer un estándar único de comportamiento consciente, se torna incontable la amplia gama de respuestas posibles que cada quien podría dar ante una misma situación, ante la propia interpretación de lo que es correcto o incorrecto, basada en su bagaje personal y cultural.

    A diario, en el entorno familiar, debemos lidiar con los cuestionamientos de nuestro hijo mayor acerca de lo inconscientes y dañinas que pueden ser ciertas conductas, en su ambiente escolar, durante los juegos, deportes u otras interacciones, conductas que se manifiestan a través de burlas, risas grotescas o discusiones intensas, e incluso lesiones físicas bajo el ropaje de juegos. Por un lado, vemos que percibe con claridad lo bueno de lo malo, demostrando una capacidad crítica y un sentido ético que lo llevan a censurar las malas conductas, reprochando todo aquello que considera impropio, desagradable y ofensivo, no obstante, es justo decir que, en ocasiones él mismo se ve atrapado en la confusión y los impulsos propios de su edad, transformándose en un pequeño “Mr. Hyde” y actuando de manera contradictoria a sus propios principios, borrando con el codo lo escrito, pero ya saben, sólo refleja la dualidad propia de la plena pubertad, sin maldad deliberada.

    Volviendo a lo que nos atañe, no podemos dejar de preocuparnos un poco porque, a pesar de ese entorno cuidado y sobre todo contenido, éste puede igualmente causar afecciones físicas o emocionales en los niños. Lo más alarmante quizá, es que este tipo de situaciones se amplifican exponencialmente en la sociedad, donde cotidianamente vemos claros ejemplos de personas inconscientes y desubicadas, que van por la vida sin importarles en lo absoluto las consecuencias de sus acciones. Esos adultos que vemos en las calles, alguna vez fueron niños. En este escenario de diversidad conductual, juega un rol muy importante la educación centrada en valores. Más allá de las capacidades académicas, los niños necesitan crecer con un claro entendimiento de lo que está bien y lo que no, comprendiendo que sus acciones tienen efectos y consecuencias en sí mismos y en los demás. Enseñar desde la consciencia, permitiendo a los chicos que puedan expresarse y desarrollarse libremente, pero con un sentido de responsabilidad y empatía.

    A medida que los niños crecen, sus patrones culturales se amplían, las influencias de sus compañías, tanto buenas como malas, se incrementan, y aumenta el flujo de información de toda índole que se enraíza en sus mentes. Por esta razón, nuestra labor como padres y educadores es guiar a nuestros hijos, proporcionándoles una orientación adecuada y estableciendo límites desde una edad temprana. La falta de esta orientación y límites puede derivar en adultos irrespetuosos e impertinentes. Claro que existen excepciones, pero en el común denominador, esta ausencia se refleja negativamente.

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