Dictadura del ego

Dictadura del ego

   
«Érase una vez un ser somero que se retrataba a sí mismo como un individuo de gran profundidad intelectual y complejidad mental. Reflexivo intenso, se creía capaz de analizar su contexto y su propia psique con inigualable agudeza. Quienes lo conocían afirmaban que poseía una vasta resiliencia que abarcaba diversas áreas del conocimiento y la experiencia, una cualidad que utilizaba para justificar su pretensión de autoridad y su visión de gobierno todopoderoso.

    Bajo su máscara de intelectualismo, latía un órgano paranoico y consumado en la desconfianza extrema. Vivía convencido de que siempre había conspiraciones en todos los rincones, de que el mundo entero se confabulaba en su perjuicio. Constantemente amenazado por facciones ‘ultras’, reales o imaginarias, se veía a sí mismo como un moderno Quijote, andando entre molinos de la Mancha por la estepa castellana; al viento, predicaba con desprecio, “Légamos son todos”, manifestando la desdicha que llevaba dentro.

    Arrojado a un estado de vigilancia sempiterna y precaución postrera, a menudo acompañado de una sensibilidad deshumanizada y cortante “¿porque me hacen esto si soy el mejor y el más apuesto? Gracias deberían dar por tenerme como ejemplo”, murmuraba para sí, convencido de su propia excepcionalidad, por no decir grandeza. Su desconfianza lo hacía mantener un control riguroso sobre su dominio, dictando órdenes e imponiéndose a golpe de puño en la mesa; ilusión de profundidad visionaria versus la áspera realidad de la tiranía.


    Sus actos y comparecencias, lejos de formalidades, no eran más que la encarnación de una honda omnipotencia, como el único político de altura singular, el único capaz de guiar a un gran país hacia un futuro más próspero. De egos ilimitados, considerándose indispensable e insustituible; este mecanismo de defensa le permitía sostener su imagen como un líder justo e insustituible, infalible, siempre a expensas de satanizar a quienes se atrevieran a cuestionarlo. “Todos son… menos yo” con desdén proclamaba, escupiendo su verborragia como una verdad absoluta.

    En su mente ponzoñosa, poseía la necesidad imperiosa, por demás obligatoria de controlar todos los aspectos del gobierno y la sociedad; su autoimportancia lo llevaba a justificar cualquier acción, incluso las más descabelladas y despiadadas, como racionales e inapelables para el bien común, para el bien de la patria, ya que, según él, era el único salvador, sólo él, el único sacrificado, el que tenía la visión correcta en su lógica retorcida de lo que realmente eran la ‘libertad’ y la ‘justicia’, zafio, una virtud en el templo de su ego desmesurado.

    Llegó el día infame, con el hipócrita aplauso y la sonrisa socarrona del que sabe que se ha salido con la suya, burlando la confianza de todo un pueblo, se aprueba la violación sistemática de derechos originales por el vil acto de un puñado de votos, una mísera cifra, otorgados por un individuo que evade, fugado de la justicia, golpista y decidido a empañar la voluntad colectiva. Mentiroso compulsivo (ah, que solamente cambia de opinión), ególatra, sociópata y narcisista son unas pocas de las características que lo determinan; hay más adjetivos peyorativos que podrían definir a este 
despreciable individuo, pero mejor me los guardo.

    Quienes aún no cuestionan su autoridad deberían empezar a hacerlo, pues la verdad no emana de cualquier agujero; en lo terrenal, no existe la absoluta, y no se puede elegir a un líder basándose meramente en su apariencia o el color de su chaqueta, hasta el diablo puede vestir de seda. Por una Ley profundamente divisiva, la violación se ha consumado, mientras el perpetrador se regodea en su poder, proclamando su supremacía sobre el resto. La arrogancia desafía a la moralidad, clamando a los cuatro vientos que puede hacer lo que desee, “voy a hacer lo que me salga de dentro”, pues él es el Estado y el resto tan sólo seguidores ciegos, “para todos ustedes, mis adeptos, yo soy, el máximo, yo soy, el Supremo”.

    Se deshace en insultos hacia quienes no le ríen las gracias y osan desafiarlo, mostrando una disposición despreciable incluso a sacrificar a sus seres más allegados con tal de entronarse en el poder, como antes mencioné, en su trono de codicia política, no duda en mandar al frente a la arpía de su mujer, para que los dementes también la puedan enaltecer. Más de una docena de estocadas a la madre de las convivencias fueron necesarias. “Soy el líder, ustedes el cieno y yo la Verdad”, se repite con maldad, como si el resto fuéramos idiotas y debiéramos aceptar su dictado, cuando su única verdad es que todo es mentira, balbucea justicia.

    Este individuo rastrero, que se enorgullece de su inmoralidad y corrupción, el de los insultos insidiosos, las malversaciones y los robos, se ofende cuando se le señalan sus ilícitos desaciertos.
Llegará el día en que la soledad, exteriorizada por sus contradicciones internas se podrá ver a simple vista por todos. Será entonces cuando la carga de sus propias maldades lo impele hacia la fosa de su particular vileza, en la que yacerá consumido en la putrefacción de su triste vergüenza, mala historia. Aunque, sinceramente, dudo que alguna vez tenga la lucidez suficiente para reconocer la podredumbre que mora en su corazón y envenena su mente.»

Los hombres pasan, las instituciones quedan.

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