El Supremo

Suprema soledad

    ¿Quién no está familiarizado con la elocuente novela del venerado autor paraguayo, Roa Bastos, “Yo el Supremo” de 1974? Galardonada con el Premio Internacional de Novela "Miguel de Cervantes" en 1989, uno de los reconocimientos más prestigiosos de la literatura en lengua española. La obra nos sumerge en un monólogo interior del propio dictador, Gaspar Rodríguez de Francia, quien ejerció su poder durante más de tres décadas (1814-1840), reflexionando sobre su vida, su gobierno y su vínculo con Paraguay y su pueblo.

    Roa Bastos aprovecha este monólogo para adentrarse en temas profundamente arraigados en la psique humana y política para explorar el poder en su forma más despiadada, la tiranía, y nos sumerge en la soledad intrínseca que acompaña al líder supremo. A través de los pensamientos íntimos del dictador, se despliega un paisaje complejo de manipulación, control y el precio aterrador de la ambición desmedida. Pero más allá de los aspectos personales, la historia nos conduce por las sombras más oscuras de la condición humana para la construcción de una identidad nacional.

    Las personas que ocupan posiciones de liderazgo o enfrentan grandes responsabilidades suelen experimentar una sensación de soledad, derivada de la carga emocional y las difíciles decisiones que deben tomar. Aunque puedan contar con numerosos subordinados o asesores, la responsabilidad última de tomar decisiones recae en ellos, lo que puede generar un sentimiento de aislamiento. Este tipo de soledad no es meramente convencional; se trata más bien de un aislamiento autoimpuesto, una burbuja narcisista que envuelve a ciertos líderes políticos, distanciándolos de la realidad y desconectándolos de las auténticas necesidades, preocupaciones y aspiraciones de aquellos a quienes se supone que sirven.

    En apariencia, estos autócratas proyectan seguridad en sí mismos, incluso carisma y visión de futuro, pero detrás de esa fachada ocultan un vacío emocional y moral insoportable, que puede manifestarse de diversas maneras, desde un aumento del egocentrismo y el narcisismo hasta comportamientos sociopáticos, como la mentira compulsiva, el “cambio de opinión”, la manipulación, la falta total de empatía o la victimización, resultado quizá de una egolatría desbordante, alimentado por el poder y la adulación sin límites, construyendo muros en torno a una prisión autoimpuesta. Estos dirigentes se rodean de aduladores y símbolos de estatus, careciendo por completo de relaciones basadas en la confianza y la reciprocidad.

    Con frecuencia, recurren a diversas estrategias de ingeniería psicológica para influir en la percepción y el comportamiento de las personas, todo en aras del interés público o la preservación de la “democracia”, su democracia. Tácticas ruines que incluyen la demonización de opositores políticos, la exageración de amenazas percibidas o la promoción de narrativas que refuercen su propia agenda política, así como el ataque desmedido con fines muy claros a instituciones, entes y organismos que antes eran independientes.

    ¿Cómo llegan a ese punto? ¿El poder corrompe, o son aquellos con tendencias vanidosas los que son atraídos por el poder? Probablemente sea una combinación de factores, amplificada por el entorno político y social en el que crecen. La naturaleza misma del juego político, la competencia y la conquista, atrae a personalidades arrogantes que ven el liderazgo como una oportunidad para satisfacer su insaciable necesidad de reconocimiento y control. La atención y admiración constantes que reciben pueden alimentar un sentido inflado de autoestima y una necesidad de validación externa. Obsesionados con su imagen pública, buscan constantemente la aprobación y el elogio de los demás. Un arquetipo de persona a menudo desconectado de la realidad, lo que hace que las decisiones que tome estén impulsadas por su propio interés o ego, en lugar del bien común.

    Esto desencadena políticas de corto plazo o desenfocadas que benefician a unos pocos privilegiados a expensas del resto, así como acciones autoritarias destinadas, siendo capaces, y discúlpenme la expresión, de "vender a su propia madre" por mantener su propio poder a toda costa y sostener así, su posición privilegiada. Rodeados de un círculo estrecho de consejeros “leales”, ministros y zalameros, que nunca deben destacar sobre su propia figura, ya que él debe ser el protagonista de la historia, el Supremo y no otro, silencian a aquellos que cuestionan su autoridad y cuando esto ocurre, se debilitan los mecanismos de control y equilibrio que son fundamentales para el funcionamiento de cualquier sistema democrático.

    Esta soledad alimenta una visión delirante, otorgándole una sensación de control sobre los demás y el entorno, lo que puede a su vez, reforzar un sentido exagerado de autoimportancia y una creencia en su propia infalibilidad para justificar sus acciones opresivas. El poder, cuando no se controla adecuadamente o se ejerce de manera autoritaria, se convierte en tiranía. Actualmente, salvando lo ya conocido, estamos viendo un ejemplo de estos primeros pasos en un país europeo, donde su singular gobernante, no elegido por la mayoría, utilizó las herramientas del sistema electoral para su propio beneficio, aliándose con partidos no constitucionalistas, algunos con pasados sangrientos, y desmantelando la democracia con un golpe seco a la libertad en un intento por legitimar su poder y consolidar su control sobre la población, recurriendo a una narrativa de identidad basada en la exclusión, el enfrentamiento y la discriminación, que sus adeptos aplauden como juez y parte.

    En medio de este terreno de injusticia y abuso, el pueblo experimenta un conflicto interno entre el deseo de rebelión y el estoicismo perseverante. Por un lado, existe un impulso de resistir y luchar contra el régimen en busca de libertad y justicia. Por otro lado, puede existir un sentimiento de resignación y conformidad por el miedo a represalias y la creencia en la inevitabilidad del sufrimiento, dualidad que está generando crispaciones sociales y políticas relevantes. El control de las instituciones, los organismos y las empresas, así como de la prensa libre, la crítica constructiva y el debate abierto, han sido reemplazados por la sumisión, el control, la persecución y el miedo, y en este ácido ambiente, la voz del pueblo libre se va apagando.

    Aunque pueda parecer paradójico, creo importante la aparición de este tipo de individuos dentro de un estado democrático, precisamente para poner a prueba al Estado mismo. La paradoja de los "lobos con piel de cordero" refleja la ironía inherente a la manipulación de los principios democráticos para mantener o consolidar el poder. Es entonces, cuando menos lo esperamos que se hacen evidentes todas las grietas que no fuimos capaces de detectar, aquellas que ignoramos cuando estábamos cómodamente instalados en nuestra burbuja de confort, creyendo que todo era infalible, como si viviéramos en la utopía de la democracia absoluta. Pues no, esta idea es errónea. Y sí, a veces es necesaria la irrupción de estos personajes despreciables en la vida política, con actitudes que desafían todas nuestras concepciones democráticas.

    Admitámoslo a veces necesitamos un genuino "hijo de su madre" para sacudirnos la complacencia y someter al sistema a un verdadero examen de estrés. Siendo una muy buena oportunidad para fortalecer las instituciones y perfeccionar los mecanismos de control y equilibrio del poder, aun cuando estas situaciones puedan resultar desagradables, son el amargo remedio que necesitamos para mejorar y hacer evolucionar nuestro sistema estatal. Retos que nos estimulan y nos obligan a repensar, fortalecer y mejorar el sistema democrático en su conjunto.

    En un estado democrático saludable, es esencial que existan contrapesos efectivos al poder, lo que incluye sistemas judiciales independientes, medios de comunicación libres y una sociedad civil activa y comprometida. Cuando nos enfrentamos a gobernantes que desafían las normas democráticas, estos contrapesos deben activarse para desempeñar un papel determinante en la protección de los derechos y libertades fundamentales, así como en la defensa de los valores democráticos; rol nos obliga a cuestionar nuestra propia relación con el poder y la autoridad, ya que como pueblo del que emerge el poder no podemos estar exentos de esta responsabilidad. Se trata de promover la rendición de cuentas y la transparencia en el gobierno, y de resistir cualquier intento de erosionar las instituciones democráticas. Esto no implica recurrir a la violencia o al caos, aunque en otros tiempos no haya quedado otra opción. Se trata más bien de fomentar la formación cívica y la vigilancia ciudadana en defensa de la democracia.

    Los desafíos a la democracia son oportunidades para el crecimiento y la mejora. Al superar estos desafíos de manera efectiva, los estados democráticos fortalecerán su resiliencia y su capacidad para enfrentar futuros embates. La democracia es un ejercicio dinámico que requiere un compromiso continuo con los valores y una voluntad constante de adaptarse y evolucionar en respuesta a las circunstancias cambiantes.

¿Vale la pena todo esto?
Claro que sí,
todo vale la pena por el poder.

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