"¿Qué lo que tanto?"

Un montón de piezas de Lego tiradas

    En tiempos pasados, pasear por las calles del barrio solía ser un acto cotidiano y tranquilo, una forma agradable de disfrutar de la vida urbana, de encontrarse con los vecinos, saludarse y de paso charlar un rato disfrutando de un rico tereré. Sin embargo, en la actualidad, pasear por la ciudad se ha convertido en un deporte de riesgo. 

    Las calles que solían ser sinónimo de serenidad y comodidad se han transformado en un escenario donde los peatones deben sortear obstáculos inesperados, desafiar reglas de cortesía olvidadas, pintadas, suciedad y basura tirada, una falta total de respeto a las normas de circulación, invasión de los espacios ajenos, agua servida por doquier, y, en ocasiones lastimosamente, no pocas, preocuparse por su propia seguridad, en términos modernos podríamos decir que es un juego de rol de “vive tu propia aventura”.

    Entonces, ¿Dónde ha quedado la urbanidad? En épocas pasadas, desde edad temprana, tanto en casa como en la escuela, nos enseñaban a cumplir estrictamente las llamadas reglas de urbanidad y buenos modales. Normas básicas de conducta y educación, como no tirar papeles en las calles, respetar los pasos peatonales, cuidar los espacios públicos, no agredir a otras personas, y mostrar respeto hacia los demás; especialmente si eran mayores. Era imperativo obedecer estas normas, y su incumplimiento tenía consecuencias que, como mínimo, podían significar pasar un mal rato.

    Podría afirmar con cierto recelo que este conjunto de pautas elementales de convivencia y cortesía, que guían las interacciones sociales en nuestras ciudades, si no se han perdido por completo, se encuentran extremadamente desdibujadas, deformadas y agonizante. La razón no la sé con certeza; en ocasiones, pienso que esto sucede porque muchos padres pasan cada vez menos tiempo con sus hijos, delegando en manos de terceros aspectos educativos esenciales para su crecimiento integral. También podría atribuirse al desarrollo un estilo de vida sumamente individualista, carente de empatía y altamente egocéntrico, en la que cada uno considera que, si está cómodo y satisfecho, no importa en absoluto cómo se sientan los demás. O quizás, este fenómeno puede ser resultado de todos los cambios sociales que estamos experimentando, como transformaciones en los roles tradicionales, avances tecnológicos, la globalización y la multiculturalidad. La fuente no está clara, pero es evidente que algo ha cambiado en nuestra sociedad en relación con la urbanidad.

    De manera ilustrativa, voy a referirme a uno de los hechos más simples y cotidianos, que resulta altamente frustrante y pone a prueba la paciencia: Todos los días caminamos por la vereda de una reconocida avenida con mucha circulación y prácticamente a diario, nos encontramos con situaciones incómodas; no creo que esto sea algo ajeno a la mayoría de ustedes. Ciertos motociclistas, con el objetivo de evitar el tráfico, optan por subirse a la vereda, lo que genera conflictos y tensiones, y aumenta el riesgo de atropellos. Además, es común encontrarnos con automóviles que estacionan sobre la acera, lo que en ocasiones nos obliga a circular por la calzada, con el consiguiente riesgo para nuestra seguridad. Cuando decidimos hacer los reclamos pertinentes con toda la educación y cortesía que se puede tener, la respuesta es prácticamente siempre la misma: desdén y falta de consideración, con las actitudes que todos conocemos, las que reflejan la impunidad de quienes saben que están en falta y no están dispuestos a admitirlo. Desafortunadamente, lo triste es que muchos de los infractores son padres de hijos que asisten a un distinguido colegio, ejemplo de educación y respeto para muchos. No menciono esto para poner en duda la institución, sino más bien para destacar el ejemplo que estamos damos como padres en relación a la educación que deseamos para nuestros hijos.

    Estos ejemplos de falta de urbanidad en el comportamiento cotidiano, como el uso indebido del espacio por parte de lugares en construcción, la práctica de tirar basura, no respetar el turno o colarse en la fila, no ceder un asiento en el colectivo a alguien que lo necesita, ignorar las señales de tráfico, fumar en lugares no permitidos, utilizar el celular en situaciones inapropiadas, no recoger los excrementos de las mascotas o tirar el chicle al suelo o escupir en público, perturban la armonía y la convivencia en sociedad, y muchos de estos comportamientos se han normalizado.

    Acciones que no hacen más que poner de manifiesto que la urbanidad implica respeto, consideración y cortesía en la vida cotidiana. Un sólido sentido común es clave para mantener un entorno urbano más saludable y agradable, evitando así el caos que puede surgir cuando se descuida este valor primordial. No podemos transitar por la vida pensando que todo a nuestro alrededor está a nuestro servicio, sin dar importancia a nuestras acciones y cómo estas afectan al resto. Evidentemente, no tenemos la prerrogativa de invocar de manera desgastada el derecho a la libertad de acción cuando dicha acción lesiona los derechos ajenos, ya que la libertad individual encuentra su límite donde comienza el derecho del prójimo.

    La urbanidad se reduce, en esencia, a tratar a las demás personas como nos gustaría ser tratados. Recuperemos esos valores, esos modales, ese respeto incondicional por los demás, promovamos la reciprocidad y la empatía para que la vida en nuestra comunidad sea, no sólo más funcional, saludable y armoniosa, sino también, más placentera y feliz para todos.

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