Silencio infinito

Silencio infinito

    «La primera cosa que recuerdo es una extraña habitación, o quizá una construcción. O tal vez nada de eso, porque todo era tan abstracto que la distinción y la percepción entre lo que era y lo que no era perdían relevancia; ni siquiera 
era una conjetura. Simplemente, existías, estabas fusionado con el lugar en una ‘montaña’ enorme y solitaria, perdida en la nada. Me sorprendía que, en medio de tanta vacuidad y desolación, pudieran crecer algunas plantas y dar flor. Eran pocas, pero de una belleza inusual, como si mis ojos nunca antes hubieran visto algo así. Rocas sueltas caían incesantemente, como gotas de agua en una eterna tormenta.

    Parado en aquel espacio, observé un anciano acostado sobre una losa de mármol blanco y pasando más allá, al fondo, una mujer diáfana se encontraba en lo que parecía, no sé, un lugar oscuro, absurdo, atravesada por mi mirada abismática. Cuando ella me la devolvió, bajé la vista. Estaba arropando en un nicho a una pequeña criatura mortal, al menos eso parecía, aunque no podía ver su rostro, se sentía como el centro de todo el lugar, de toda esa vacuidad emocional. Sí, era el centro de algo aún no manifestado, sólo estaba allí, como una metáfora de la vida, una enseñanza lista para ser aprendida, una parábola de un enviado y yo, sin saber leer, perdido como siempre, creyendo que sabía, me eché a su lado, estirado, dejando salir lo oscuro que llevaba dentro, el humo negro, liberando el peso del pensamiento. Quizá simplemente quería que no estuviera sola, aunque, como más tarde me daría cuenta, soledad no era ella. Estaba a gusto, experimentaba paz; paz efímera, pero paz, al cabo, creo.

    Veía cómo me acercaba, empero en una imagen etérea, sublimada, atraída por la inercia. ¿Qué leyes de la naturaleza, de esa, de esa regia semejanza, gobernaban ese dónde y cuándo? ¿Qué es el tiempo sino un sinfín de eternos “ahoras”? Entré en el espacio oscuro, irracional, donde yacía en suspensión la diáfana figura femenina, atraído por esa fuerza grave que todo lo empuja y lo atrae, sentía frío, no un frío físico, sino algo más. Miro atrás y la criatura empieza a gritar. Grita tan fuerte que me hace llorar. Corro a despertarla; convulsiona en la cama. Sus ojos se abren de golpe, fuerte, son rojos como lavas, hondos, exentos de emociones y alma. De sus ojos escurren lágrimas, y la criatura sigue gritando sin parar, tan fuerte que me enmudece. No puedo expresar nada; queda silencio dentro de mí.

    Sigilosamente, se deslizaba fuera e iba tras ella. Se esconde cerca del anciano, protegida detrás de la losa de mármol, me mira con desgarro. Aun perdido en aquel espacio sin tiempo, me cuestiono, ¿qué se puede entender si todo parece una mentira? ¿Qué es real? ¿La mujer, el anciano o el pequeño ser? El anciano acaricia su frente y la criatura se tranquiliza. Hay algo en ella, una conexión que no es de sangre. No es su descendiente, le susurra unas palabras. Ella vuelve a ser ella misma, dejando al espacio una calma que apenas…

    Estábamos de nuevo acostados, casi dormidos en un estado de letargo, abstraídos, perdidos en las dimensiones de la mente, luchando contra turbulentas aguas, intentando apaciguarlas. Arropados por aterciopeladas mantas, pesadas como nunca antes sentidas. Otra vez el plano, voces manan, se oyen voces que no dicen nada, ruidos psicofónicos. Me intenta convencer, el ser, de algo de lo que no doy crédito, no podía comprender y, de repente, salía corriendo despavorida, con cortes de tiempo, por una larga galería tallada en roca viva que corre a través de la montaña. Apareció una grieta de luz y se escondió detrás de unas piedras caídas. Miré a mi alrededor, confundido. ¿Qué ocurría? Nada había pasado, la abracé para tranquilizarla, estaba muy asustada y yo no comprendía el motivo.

    Me adentré otra vez en la oscuridad, la misma en la que yacía la entidad femenina. La respiración se hacía pesada, la mía y la de alguien más, fría. Los sonidos se volvieron más penetrantes, agudos, vibraciones ensordecedoras, todo se distorsionaba. Me acerqué como pude a la diáfana figura de mujer, apenas audible. De repente, un ruido, luego silencio, cuando en ese mismo instante, irguió su cabeza. Su mirada, sus ojos, penetrantes, color alma, se lanzaron contra mí. Creo apartarlos, no es así, los evado, intento. Salí corriendo hacia el anciano postrado sobre la losa de mármol. La entidad no es inerte y me seguía, como ánima, avanzando desarticulada, con espasmos. Intenté despertar al anciano, continuaba sumido en su sueño, es imposible, no hay caso. Sonrió la silueta, a punto de atrapar a su presa. Se me echó encima, engendro con rugidos. Y no era tanto lo que quería, como me sentía al verla, desgarraba y me devoraba. No se trataba el mero cuerpo, sino de someter la mente mientras gemía.»

    La lucha del ser en la oscuridad de la inmensidad, la soledad desgarradora del yo en la vastedad del tiempo, que no es otra cosa que una infinidad de “ahoras” yuxtaponiéndose sin cesar. Contemplar la propia existencia en su estado crudo y vulnerable, insignificante. Siempre en el presente, prisioneros vitalicios, buscamos sentido en medio de la divinidad, del vacío abrumador en una íntima odisea, rodeados de silencios eternos que nos retan a encontrar luz en nuestra efímera esencia. ¿Cuál es el propósito interminable del denominado tiempo?

El maldito ‘reloj’.

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