Por migajas

Por migajas

    El desarrollo de una sociedad no se reduce simplemente al crecimiento económico ni a colgarse medallas por ese engorde superficial. El verdadero progreso también implica la gestación y protección de un ambiente propicio para que cada ser humano pueda crecer y desarrollarse en todas sus dimensiones. Por lo tanto, la gestión gubernamental, más allá de los números fríos y las estrategias macroeconómicas del mercado, debe tener una visión integral de la realidad cotidiana; debe estar comprometida con la ejecución de políticas que aborden las necesidades básicas de la población, garantizando así un acceso equitativo a oportunidades y recursos para todos los ciudadanos y que éstas se reflejen en la calidad vida.

    No se puede negar que la asistencia del Estado es importante, sumamente importante, especialmente en momentos de crisis o necesidad. Sin embargo, existe una línea fina y, potencialmente peligrosa que se cruza cuando esta asistencia se troca en la principal forma de sustento para una parte significativa de la población, aquí, en este punto, surgen las inquietudes.

    La dependencia del papá Estado se ha convertido en la panacea perfecta para calmar las ansiedades ciudadanas y asegurar el control del poder, fenómeno que se ha transformado en un instrumento sutil pero efectivo de sumisión y manipulación en los sistemas pseudo democráticos. “Dependencia del Estado”, a grosso modo, podría parecer un contrato social noble y ecuánime, y aquí es donde viene el quid del asunto, los matices claroscuros de lo que realmente se espera a cambio; esa cierta lealtad de los destinatarios no es opcional; es el precio silencioso de la ayuda recibida, a la par de apaciguar cualquier intento de disidencia.

    El truco está en cómo se vende la historia. Un gobierno pseudo democrático, en su capacidad para transformar la dependencia en un arma de control psicológico, actúa como un hábil prestidigitador. Nos cuentan que están aquí para protegernos, pero en realidad son manipuladores que arman una elaborada e intricada red de asistencialismo para asegurarnos una supuesta vida digna, mientras tiran de sus cadenas invisibles para mantener a las masas atrapadas en un ciclo de perpetua necesidad.

    Esta ilusión de seguridad, que nos mantiene contentos con migajas, es un espejismo que nos distrae de la cruda realidad de un sistema que nos somete como peones entre tanto nos convence de que estamos siendo cuidados. ¿Educación gratuita? Sí, claro, pero sesgada, diseñada para glorificar al gobernante de turno y sus políticas divisivas. ¿Salud pública? Por supuesto, pero con recortes, en hospitales desbordados y con recursos limitados.

    ¿Qué mejor manera de asegurar la obediencia que hacer creer a las masas que son incapaces de sobrevivir sin la benevolencia del gran líder estatal? Así, se alimenta el miedo a la libertad, se desalienta cualquier intento de autonomía y se promueve la pasividad como virtud. En nombre de la democracia, la ironía se eleva a su máxima potencia, la tiranía se viste de benevolencia.

    La dependencia es el opio del pueblo, una droga que adormece la conciencia y nos mantiene dóciles y obedientes, un acto de fe perversa que entroniza el statu quo, facilitando que los míseros ávidos de poder y dinero atropellen la constitucionalidad sin miramientos, ¡basura!

    La verdadera democracia no se encuentra en el acatamiento pasivo, como mendigos de la libertad, sino en participar activamente y criticar constructivamente en provecho de la sociedad.

El poder emana del pueblo,
¡jajaja!
Sigamos aplaudiendo.

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