El poder de la parábola

El poder de la parábola

    Durante una reunión de padres en el colegio de mis hijos, como cada año, se resaltó nuevamente la importancia de la “educación en valores”. Este concepto, convertido casi en una retahíla familiar, representa una responsabilidad compartida entre el hogar y la escuela, donde los valores se enseñan en casa y se refuerzan en el colegio para inculcar principios fundamentales. Se hizo un llamado a los padres para que tomemos la posta en esta para nada fácil misión.

    Entonces, la reflexión se centra en la frecuencia con la que se destaca la importancia de educar a los niños de manera integral, especialmente ahondando en esos aspectos morales y éticos que habrán de acompañarlos toda la vida. Más allá de los discursos convencionales, es común escuchar que debemos formar individuos capaces de discernir entre lo correcto y lo incorrecto, de tomar decisiones autónomas, y de respetar y valorar a sus semejantes.

    La enseñanza de valores no es un ejercicio mecánico. No se trata simplemente de transmitir información o reglas de comportamiento. Requiere de una delicada sintonía con las emociones, los valores arraigados culturalmente y las experiencias personales de cada individuo. Estamos hablando de moldear la conciencia misma, un proceso íntimo y complejo que no puede reducirse a meras consignas.

    Sin embargo, estas frases trilladas y aspiracionales, suenan bien, pero chocan con la cruda realidad de la educación contemporánea. A la hora de enseñar, realmente se torna difícil, el desafío radica en la naturaleza misma de los valores, porque hablamos de conceptos abstractos e intangibles que se amalgaman con la identidad y la visión del mundo de cada uno; valores que requieren ser internalizados de manera muy natural para que puedan prender la chispa del entendimiento, ya que tocan las fibras más personales, por ser altamente subjetivos.

    ¿Cómo enseñar solidaridad u honestidad de manera efectiva? ¿Cómo cultivar la integridad y el respeto en un mundo lleno de contradicciones y ambigüedades? Estos y muchos otros valores son la base de una sólida formación y requieren coherencia entre lo que decimos y lo que hacemos. Los niños aprenden observando, absorbiendo el ejemplo que les ofrecemos en nuestro comportamiento cotidiano, no obstante, también requiere de un diálogo abierto y honesto. Una herramienta pedagógica muy apropiada para esto son las parábolas. Estas historias imaginarias o relatos breves, a menudo inspirados de hechos de la vida cotidiana, buscan transmitir enseñanzas profundas a través de una narrativa simple y que sea fácil de asimilar. Es precisamente esta simplicidad la que resulta en una forma altamente eficaz de comunicar valores y principios a todo tipo de personas.

    Las parábolas tienen la ventaja de incluir personajes y situaciones con los que es sencillo empatizar o involucrarse. Este vínculo emocional permite que las lecciones se asimilen de manera más natural y duradera, invitándonos a descubrir por nosotros mismos las verdades que encierran, en lugar de imponer normas o dar sermones.

    Ya en la época de Jesús, Él enseñaba por medio de parábolas. Cada una de ellas, en un lenguaje sencillo y claro, dejaba una moraleja muy precisa, comparando los hechos cotidianos con nuestra vida diaria. Por esa razón, es bueno refrescar la memoria y traer a la vista una de aquellas más significativas, con la que reforzar la educación en valores.

    Sin duda, una de las parábolas más conocidas es la del Sembrador, que nos cuenta de un sembrador que salió a sembrar, cayendo sus semillas en distintos tipos de suelo. Y aunque las semillas eran las mismas, no todas germinaron. Las que cayeron en suelo seco no tenían humedad, las que cayeron en el camino fueron pisadas, y las que cayeron entre espinos fueron ahogadas por ellos. Sólo las que cayeron en tierra fértil crecieron. Esta parábola compara las semillas con la Palabra de Dios y el suelo con cada uno de nosotros. Según cómo seamos de receptivos ante esa Palabra, podremos aplicarla en nuestra vida para ser mejores personas. Nos enseña que debemos ser como la tierra fértil: abiertos, receptivos y dispuestos a nutrir lo que se nos enseña.

    En consideración hacia los niños, es oportuno recordar las parábolas, tales como la del Buen Samaritano, los Talentos, el Hijo Pródigo y el Trigo y la Cizaña, que ofrecen enseñanzas atemporales sobre solidaridad, responsabilidad, perdón y discernimiento moral. Narrativas arraigadas en la moralidad humana, estas historias continúan siendo tan pertinentes en la actualidad como lo eran hace 2000 años, sirviendo como guía de valores éticos y morales que orientan nuestras acciones en la compleja realidad que enfrentamos.

    Al incorporar estas y otras historias en nuestra práctica educativa, podemos facilitar una comprensión más profunda y duradera de los valores esenciales que queremos inculcar en la vida de los niños y jóvenes.

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