Siluetas del abismo

Farolillos voladores

(*) El siguiente texto es una historia de ficción que puede ser impactante, perturbadora o emocionalmente intensa.
 
    «La destartalada camioneta, con su maltrecha carrocería cerrada, avanza a gran velocidad dando tumbos por el escarpado y desolado camino de tierra suelta que serpentea a través de un paraje boscoso invadido por la maleza. Un opresivo silencio llena el habitáculo de carga, donde siete se encuentran contra su voluntad, sujetos por voluntad y decisión de la suprema autoridad, individuos de lo más comunes, lejos de ser malevolentes, bueno alguno quizá con alguna sombra en su historial, pero de pecado capital, no ser alienados. Cinco hombres, uno de ellos clérigo, y dos mujeres, todos viejos, historias de vida desgastadas por el inexorable paso del tiempo.

    Con signos evidentes de brutal maltrato, sus manos atadas y los ojos envueltos en la negrura propiciada por las vendas, desencajados, enfermizos y sucios. Las ruedas de la camioneta golpean con violencia en los baches y piedras, tronando la serenidad del monte. Un hilo de orina sanguinolenta recorre la pierna de una de las mujeres hasta el tobillo, mientras la otra ahogada, sofocada por el llanto, solloza desesperada por un milagro. El cura reza con serenidad, aceptando resignado, sus oraciones susurradas casi inaudibles, en tanto otro hombre, devastado, vomita bilis, lo único que le queda después de todo lo echado.

    Dos entusiastas custodian a estos desgraciados, toscos como ellos solos, portan fusiles anticuados de muchos años antes negociados, ejerciendo su dominio con desprecio. En un acto irónico, les lanzan despectivas palabras, un “váyanse a la mierda”, vaya ironía en medio de tanta violencia, como si ese fuese un destino aún más adecuado que el que ahora les ha tocado. El tiempo parece distorsionarse.

    “Hemos llegado", exclama el conductor con hastío, desechando la colilla del cigarro por la ventanilla. La camioneta se detiene con un ruido mecánico derrapando junto a otras de idénticas características, todas estacionadas frente a una casona aislada y desmoronada de estilo barroco. Alrededor, más entusiastas dispersos ocupan los aledaños; unos fuman, otros beben, y algunos descansan, simplemente tirados. En el asiento del copiloto un fanático de rango, posiblemente uno bien alto, aunque me importa poco, quien, para variar, también disfruta de su cigarrillo hasta apurarlo en la yema de sus dedos amarillentos. Sacando su pistola, golpea la chapa de la carrocería al descender del vehículo, a la vez que una estridente música se escapa desde el interior de la casona.

    Con un grito impaciente exclamando, "¡Vamos! ¡Vamos! ¡No se duerman, que tengo una cita con una prostituta esta noche y no quiero llegar tarde!", antes de lanzar su cigarrillo al suelo. En la parte trasera, las puertas se abren abruptamente y los dos entusiastas antes mencionados saltan fuera, instando a los privados a salir con gritos y golpes. Dos de ellos se demoran, y como respuesta, uno de los devotos les propina un brutal culatazo con el fusil. "Por vuestra culpa estamos atrapados en este maldito agujero. Siempre la misma porquería. ¡Muertos de hambre! ¡Escoria!", espeta con desprecio.

    A golpes y empujones, son obligados, arrastrados hacia el interior de la casona, adentrándose en un pasillo que atraviesa entre varias estancias iluminadas de manera tenue por velas, cirios y farolillos. La sórdida decadencia se hace más pesada con cada paso. En una de las salas, un forofo de abajo, de lo más bajo, de lo más vil, embriagado, riendo de manera absurda, forcejea, abusa de una madre indefensa, mientras otro sujeta al hijo de ésta, forzándolo a presenciar la terrible escena. El pequeño no puede contener las lágrimas y los gritos; mataría si pudiera, si tan sólo tuviera un poco más de fuerza. El miserable personaje, con un desprecio indiferente, cierra la puerta de un brutal golpazo. Más adelante, en lo que antes era la cocina, varios tipos raros, jerárquicos, se entregan al deleite visceral mientras se ahogan en tragos de licor y escuchan música monótona de una radio. Al pasar el grupo de desdichados, son recibidos con insultos, burlas y golpes despiadados. Soportando el desprecio, siguen avanzando.

    Avanzan hacia un patio trasero, iluminado por una hoguera y escasos faroles a gas. Para presenciar la escena más escabrosa, escalofriante, un auténtico espectáculo dantesco, una pesadilla propia de los relatos más tenebrosos de la conciencia humana, deshumana, dos individuos arrojan a una fosa el último vestigio de compasión que les quedaba, un cuerpo inerte, a la fosa ya repleta de siluetas de otros desdichados. En esa lúgubre visión, destacan las siluetas de dos mujeres, cuyo atuendo sugiere una profesión de alterne. Uno, con evidente desprecio, se dirige a su compañero "¿Qué tal se porta el nuevo?" éste asiente con indiferencia, "La primera vez cuesta un poco, pero luego ya no tanto".

    A un lado, en el borde de ese averno, otro individuo sin escrúpulos fuma apoyado en el muro desgastado, observando con indiferencia mientras conducen al grupo de desdichados al lugar de preferencia, alineándolos uno tras otro. Con frialdad inhumana, tiran sobre las cabezas, dejando el destino al azar. La suerte se torna adversa para uno de ellos, marcado por su estatura, al recibir un impacto directo que lo hace desplomarse, mientras el resto se estremece en terror. Con burla cruel, el que lanzó los malditos dados reprocha, "Bueno ya, dejen de gritar que me pongo nervioso". Despojando a los hombres y mujeres de sus velos, se revelan los huecos y marcas por la pared, frescas manchas, pruebas silenciosas de la atrocidad. Al percatarse, estallan en gritos, pero son brutalmente acallados por sus captores, quienes les golpean y les ordenan silencio agresivamente.

    Siluetas y más siluetas, un teatro macabro de sombras, degeneración fanática del raciocinio. ¿Qué sucedió? ¿Quién cerró los ojos y no quiso ver? Murmullos, “No es real. Déjame ir, tanta aflicción, tanto daño, demasiado dolor para nada… No puedo. No, eres irreal” - “Para mí no. Para mí eres muy real”. Las inocentes siluetas se delinean. Entre la flojedad y la impotencia, tres intentan huir a la carrera. El clérigo, en el momento de besar la cruz, es blanco del enjambre de aguijones envenenados, como un siniestro despojo le dan el golpe de gracia, fríamente y a corta distancia. Colocan al resto y los pusilánimes descerrajan sus hierros de fuego, que vomitan alaridos secos. Las siluetas, una a una, una tras otra, se desvanecen en esa cuna sin fondo, una sima donde lentamente encuentran su reposo, dormidas. El hombre de rango contrae el rostro con la mirada en el abismo, y ríe con una crueldad sutil e inusitada. Las incisiones en los cuerpos, como sellos sombríos, encarnan la degradación y la brutalidad más grotesca del ser humano; la empatía ha sucumbido y no hay nada que hacer. El fuego lo consume todo. Desde el campo, la casona solitaria en medio de ningún lado. La noche oculta el desgarro humano; nadie, nada.» 

Linda noche ha quedado. 

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