Más allá del aula
En el primer día de clases, tras de la típica bienvenida a los estudiantes y las presentaciones protocolares propias del momento por parte del equipo directivo y profesorado, compartimos diversas opiniones con otros padres de familia. Desde la efusividad efervescente por el comienzo del nuevo año escolar hasta las quejas infundadas de los niños por pegarse el madrugón, se sumaron algunas preocupaciones adicionales. Preocupaciones justificadas, no sólo por cumplir con las actividades de la escuela, sino también con el cúmulo de todo lo demás, lo extra, esas, las maravillosas y a veces extenuantes actividades extraescolares, oh yeah.
Es evidente que el desarrollo integral de una persona se ramifica a través de diversas áreas: social, material, emocional y motriz. Desde el punto de vista científico, está ampliamente demostrado que comenzar temprano con cualquier actividad potencia estas áreas, activando funciones cerebrales críticas para el desarrollo cognitivo en general. Por ello, es ideal incentivar opciones complementarias que vayan más allá de las competencias escolares desde la infancia. La plasticidad cerebral de los niños y su capacidad para absorber competencias, habilidades y técnicas son más flexibles en los primeros 6 a 8 años de vida, lo que resulta en un aprendizaje significativo que sienta las bases para su crecimiento integral.
Sin duda alguna, el deporte se posiciona como una de las opciones más queridas por los pequeños, siendo la viva representación del juego y la diversión. Además de resultar una elección saludable y entretenida para los padres, es también una herramienta efectiva para la formación física y emocional de nuestros hijos. Las actividades deportivas, a través de acciones lúdicas, facilitan el camino para que internalicen valores esenciales aplicables a lo largo de toda su vida, tales como disciplina, autocontrol, tolerancia, trabajo en equipo, responsabilidad y la resiliencia, entre otros inherentes al propio terreno de juego, como es la planificación estratégica.
El impacto motivador que desencadena el deporte en los niños es innegable, y ahí radica su atractivo; y si a esto le agregamos una buena dosis de sana competencia, el juego se convierte en un desafío aún mayor, gracias a esa naturaleza competitiva que nos define por instinto. La interacción con otros niños que comparten la misma pasión deportiva no sólo enriquece su formación, también fortalece sus actitudes y fomenta la confianza, tanto en sí mismos como en sus equipos, creando de manera natural, casi por añadidura, una cultura, la cultura del respeto mutuo, la aceptación de errores y el cumpliendo de las normas.
El rol de los colegios es clave. Además de proporcionar a sus alumnos diversas opciones deportivas como parte del programa de estudios, hacer lo mismo fuera de él, con horarios extendidos para las prácticas. Ya sea que lo llamen clubes o escuelas deportivas, lo importante es propiciar la integración y participación de los deportistas, generando vivencias enriquecedoras que favorezcan la salud, la interacción y la amistad, elementos tan necesarios para el desenvolvimiento en la sociedad.
En estos espacios extracurriculares, se respetan y acompañan los ritmos madurativos de los niños abarcando el estado físico, psicológico, intelectual, emocional y social. Ahora, ¿y cuál es el papel que cumplimos los padres en todo esto? Pues ni más ni menos que uno esencial, acompañar, estar ahí, presentes, ser sostén emocional y, ante todo, ser los guardas de la perseverancia. Nuestra influencia es fundamental para mantener la armonía física y mental de los pequeños en el mundo deportivo, donde las victorias y derrotas van de la mano. Enseñarles a lidiar y aceptar los resultados adversos del juego, dándoles contención, puede ser una tarea complicada, pero imprescindible para su crecimiento, donde se requiere de nuestra serenidad y estabilidad mental para fomentar la resiliencia y la constancia, buscando esa chispa que los impulse a superarse cada vez más.
Nos vemos en las canchas.
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