Juzgamos sin justicia


    La necesidad de justicia es inherente a la condición humana y, sin duda, es esencial para la convivencia social, aunque, esta necesidad no se limita únicamente al ámbito legal; abarca también la intrincada trama de percepciones y valoraciones que construimos en torno a las vidas ajenas. En nuestra constante búsqueda de justicia, caemos frecuentemente en la trampa de emitir juicios sobre los demás.

    La manera en que entendemos la realidad está íntimamente vinculada a nuestro proceso evaluativo. Aunque este hábito puede parecer automático y, hasta cierto punto, comprensible y perdonable debido a su naturaleza instintiva, es fundamental reconocer que el juicio incesante que proyectamos sobre los demás tiene su impacto revelador en nuestras relaciones personales, sociales y laborales.

    Nuestras opiniones están fuertemente influenciadas por experiencias pasadas, creencias arraigadas, valores y prejuicios, que, en definitiva, están polarizados por nuestras actitudes y emociones a la hora de afrontar los desafíos de la vida. Debido a estas influencias, los juicios rara vez se basan en una evaluación objetiva; en su lugar, tendemos a interpretar la información de acuerdo con las propias expectativas, sesgos cognitivos, simplificaciones, subjetividades o atribuciones. En este contexto, las atribuciones se refieren a cómo interpretamos los comportamientos de otras personas desde nuestra propia perspectiva. A menudo, tendemos a atribuir características personales a los comportamientos negativos de otros, como puede ser su personalidad, mientras que, al mismo tiempo, eximimos los propios comportamientos negativos atribuyéndolos a factores externos, en un intento de autojustificación, a pesar de su naturaleza ilusoria.

    Esta tendencia, por lo general, nos conduce a un discernimiento sesgado y a la interpretación sistemáticamente errónea de la información. Esta actitud no sólo es inapropiada, sino que también resulta hiriente para la otra persona. Si tenemos una opinión negativa de alguien, es muy probable que interpretemos de modo negativo todo lo que haga independientemente de su naturaleza o intención real.

    Bajo este trasfondo psicológico, es frecuente que discriminemos, descalifiquemos, menospreciemos, ridiculicemos, despreciemos e insultemos inmisericordes, sentenciemos sin compasión y lo que es peor, sintiéndonos con el derecho de hacerlo, como si fuéramos mejores, superiores al resto. Adoptamos el rol de ‘falsos jueces’ sin que se nos haya pedido, repartiendo “justicia” sin ton ni son, de manera rápida e insensible, sin consideración alguna, emitiendo juicios de valor sin demostrar la más mínima empatía. Aunque esta actitud no es necesariamente malintencionada, proviene de una perjudicial necesidad de control, un complejo de superioridad o está motivada por la frustración, un profundo sentimiento de inferioridad o un autodestructivo juicio interno. Estas manifestaciones se reflejan en formas de agresión emocional.

    En última instancia, el acto de juzgar es una demostración de nuestras propias luchas internas. A pesar de ello, nos agarramos con las personas que ‘menos culpa tienen’ para sentirnos mejor con nosotros mismos, lo que revela la profunda interacción entre nuestras propias frustraciones e inseguridades personales con el impulso irrefrenable de criticar mordazmente, que es característico de la insatisfacción con la vida y un mal corazón, en su estado más puro.

    Juzgar es un acto común en nuestras vidas y es una elección personal que forma parte de nuestro libre albedrío, pero requiere gran atención y cuidado, especialmente cuando creamos opiniones sobre nuestros semejantes. Todos nuestros juicios deben estar en consonancia con las normas de integridad. Es primordial ser conscientes de esto y trabajar en nuestras emociones y pensamientos para evitar caer en el error de juzgar sin fundamento. En lugar de centrarnos en juzgar por mero ‘deporte’, es decisivo hacer un esfuerzo consciente por practicar la empatía, la compasión y la comprensión hacia los demás, en beneficio de relaciones más saludables. Esto no sólo contribuirá a nuestra propia felicidad, sino que también promoverá una convivencia más armoniosa y respetuosa en nuestra sociedad.

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