El desafío de anunciar la Fe


    
Desde los orígenes de la Iglesia, la misión de Jesús y los primeros discípulos, ha sido mostrar la Luz, el Camino, revelar el sentido de fe por el cual avanzar hacia la verdad, ha sido transmitir la Palabra. Sin embargo, este trayecto no es fácil y casi siempre se recorre en medio de la oscuridad de la incertidumbre. Tener los ojos abiertos no siempre es sinónimo de ver.

    La encomienda de hacer llegar el mensaje del Padre, a fin de encontrar el rumbo y madurar como cristianos, se erige como un apostolado en sí mismo, una auténtica experiencia personal, íntima, una conversión espiritual a la que somos convocados.

    «Antes de formarte en el vientre, te escogí, antes de que salieras del seno materno, te consagré, te nombré profeta de los gentiles…» (Jeremías 1.5-9)

    Dios nos conoce, nos ama y nos cuida desde antes de nacer. Mientras Jesús realizaba su misión evangelizadora, atrajo a multitudes y de ellos, muchos discípulos, la gente lo seguía, lo escuchaba y aprendían de sus enseñanzas. No obstante, de entre todos los seguidores, eligió a doce apóstoles a quienes encomendó la magna tarea de proclamar su Palabra, con la confianza que el mundo pudiera tornar y lograr la conversión.

    La fe cristiana exige ser conocida, celebrada, vivida, compartida y anunciada. Estos son los pilares sobre los cuales se yerguen las acciones fundamentales en la misión evangelizadora. Aunque no debe limitarse a los adeptos que ya profesan la misma fe. «Vayan a las ovejas perdidas del Pueblo de Israel» instruyó Jesús. Bueno, en consecuencia, esta es la misión de todo laico convencido, de todo catequista comprometido: buscar, transmitir, instruir y acompañar. Puede parecer trivial, poca cosa ¿verdad? Sin embargo, ¡qué gran tarea, qué gran desafío!

    En tiempos actuales, caracterizados por el temor y la desesperanza, en medio de profundas crisis de fe, la labor evangelizadora se torna aún más compleja, porque también, en ocasiones, incluso los catequistas, como cualquier ser humano con sus dilemas, pueden atravesar momentos de aflicción, circunstancias cruciales que sacuden los cimientos de su propia fe. Tal como le ocurrió al mismo Pedro, el apóstol más ferviente, que pese a prometer lealtad con su propia vida, negó a Jesús, no una sino tres veces. ¿Y nosotros? ¿Cuántas veces hemos negamos a Jesús? Y, aun así, con todas nuestras “imperfecciones”, Dios nos elige y orienta.

    Como verdaderos cristianos estamos llamados a ser transmisores de la fe, anunciadores de la gracia. Nos encontramos destinados a dar luz y ser luz con el ejemplo de nuestra propia vida. Hoy, aún más fuerte que nunca, sigue latente en la persona del discípulo catequista contemporáneo, la misma energía que animó a los primeros apóstoles, aquellos que aprendieron a ser fieles, a vivenciar la espiritualidad y la fe, a encarnar la voz que transmite la Palabra.

    Los catequistas son, sin lugar a dudas, la fuerza activa, el ejército de la Iglesia, dispuestos a servir sin condiciones, merecedores del más alto reconocimiento. Con sincera gratitud, felicitaciones a todos los que se dedican, incluso consagran en cuerpo y alma a esta noble misión.

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