Sínodo


    El Evangelio ha sido, y sigue siendo un bautismo de Libertad para todos los cristianos. Y es en este relato sagrado de vida donde mora la esencia vital y la fuerza inquebrantable de la Iglesia. El Evangelio no se limita a ser una mera doctrina de hombres; es la Palabra, es la Revelación directa de Cristo Jesús, quien personifica el Camino, la Verdad y la Vida en sí mismo.

    Las profundas raíces de esta Revelación se asocian con el significado de una palabra única muy venerada por la Tradición eclesiástica: Sínodo. En 1965, el Papa Pablo VI instituyó la Asamblea de Obispos, como un Sínodo, un foro en el cual compartir experiencias pastorales con el propósito de ser amparado y aconsejado como Santo Padre en su misión de dirigir y liderar la Iglesia, a la vez de contribuir con sustento doctrinal a redireccionar las incoherencias de la vida cristiana. Este es un terreno fértil para la escucha atenta y el análisis de la realidad.

    El sendero de la sinodalidad nos remite al corazón mismo de la cristiandad, un camino que nutre, revitaliza y recupera la conciencia de su identidad primigenia, a la par que, nos invita a redescubrir la vida a través del misterio de la Fe. La premisa es caminar en unidad, en presente, y la aspiración del Papa Francisco, ya en la actualidad, es involucrar a toda la comunidad de creyentes en este camino sinodal, abriendo las puertas a todo el pueblo de Dios. Esta apertura no está reservada únicamente a los obispos, si no que incluye también a sacerdotes, religiosas, laicos, hombres y mujeres de todas las edades, reivindicando así, la amplia y trascendental dimensión universal de la Iglesia, un solo cuerpo con muchos miembros.

    Más allá de las prácticas religiosas sistematizadas, a menudo realizadas por costumbre o tradición, en mi opinión generalizadora, estamos desvirtuando o incluso olvidando que ser cristianos, va más allá de profesar una religión y ejecutar rituales, más bien y ante todo, se trata de vivir la Fe con acciones concretas fruto del encuentro con Cristo. Por ello, aún en medio de las complejidades e inconsistencias de una sociedad polarizada, sumida en el materialismo y la banalidad, se nos presenta un momento propicio para regresar al camino que Dios nos pide y anhela que recorramos.

    ¿Cuál es, entonces, nuestro rol como laicos, dentro y fuera de los muros de la Iglesia, en este contexto? A mi parecer, debemos comprometernos desde la pluralidad y la unidad en Cristo, superando contradicciones y avanzando mediante un diálogo profundo con la totalidad de la Iglesia. De esta manera, contribuiremos en la construcción de una Fe viva, vibrante, junto con una misión clara y definida, donde los senderos del Evangelio, de la Verdad contribuyan a abrir puertas que permitan a todos los cristianos avanzar juntos como peregrinos y misioneros de una Iglesia auténtica, en verdadera comunión con Dios.

    La invitación del Santo Padre está hecha: por una iglesia sinodal, marcada por la “comunión, participación y misión”. Se nos ha encomendado una hermosa labor, un trayecto en el cual debemos estar unidos y conectados, tanto clérigos y como laicos. Abramos bien los ojos a nuestro entorno, arraigándonos en la espiritualidad y manteniendo una sensibilidad profunda en la percepción. Observemos, escuchemos, comprendamos, interactuemos, inspiremos e involucrémonos con determinación para ser protagonistas, auténticos cocreadores y agentes transformadores de la realidad temporal, con la mirada firme en la promesa de la vida eterna.

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