«HDP»

Engranajes de diseño abstracto

    La Declaración Universal de los Derechos Humanos proclama la igualdad, como uno de los derechos fundamentales del ser humano, en su más amplio sentido, y como principio universal plasmado en las Constituciones Nacionales de los países signatarios. Las constituciones son consideradas la norma suprema, ubicadas en la cúspide de la pirámide de Kelsen, las que establecen el marco legal que delinea la dirección a seguir y se decantan concretamente en leyes, decretos y otras normas jurídicas para el buen ordenamiento y funcionamiento del Estado, de manera que tanto gobernantes como gobernados tengan muy claros los límites en cuanto a sus derechos y obligaciones.

    Es importante destacar que la igualdad, según lo instituido en la Constitución Nacional Paraguaya, va más allá de la mera cuestión de género o la prevención de la discriminación; en su amplitud como principio abstracto, engloba y vincula una variedad de derechos relacionados, tales como el acceso a la justicia, la igualdad ante las leyes, la participación equitativa en beneficios naturales y culturales, y el acceso a funciones públicas no electivas, sin más requisito que la idoneidad. Y es aquí donde me voy a centrar.

    En los últimos años, hemos sido testigos de una expansión vertiginosa de la discrecionalidad en las designaciones de cargos dentro de la administración pública. Este nefasto fenómeno ha alcanzado niveles alarmantes que desafían la integridad del proceso de selección y socavan la confianza de la opinión pública en la transparencia y equidad del sistema, pudiendo calificarse sin rodeos como una burla y grosera bofetada a la ciudadanía, se ha enraizado de manera preocupante, extendiendo sus garras insidiosas en la mayoría de nuestros países. A pesar de que la ley, con firmeza, establece que el acceso a la función pública debe regirse por concursos públicos, no podemos pasar por alto el hecho innegable de que la misma ley otorga un margen de discrecionalidad, que faculta a las autoridades la designación de individuos específicos en los denominados "cargos de confianza".

    Y ahí se plantea el dilema, ¿cuál es el espíritu que subyace en la ley al permitir esto? No me cabe duda de que se trata de la urgente necesidad de contar con las mentes más capacitadas para la gestión de la cosa pública. En una administración seria, con el fin de garantizar que el ejercicio del poder se fundamente en la competencia y la capacidad probada para abordar los desafíos complejos inherentes a una buena gestión, lo sensato sería que las autoridades se orientaran hacia la identificación de los mejores profesionales técnicos. En un escenario ideal, es crítico buscar asesoramiento especializado en áreas decisivas como economía, relaciones exteriores, política energética y finanzas públicas, entre otras, para asegurar que el conocimiento y la experiencia se alineen de manera precisa con las exigencias de cada posición.

    No obstante, en la realidad actual, la discrecionalidad se aleja notablemente de este ideal; la facultad de designar cargos de confianza ha sido tan manoseada que algunas instituciones públicas se han transformado en auténticos clanes familiares. La opción de nombrar a personas basándose en la confianza plantea serias dudas sobre la transparencia y el mérito en la selección de funcionarios públicos.

    La obtención de un cargo electivo parece otorgar a las autoridades de turno el derecho de designar en estos roles a sus propios hijos recién graduados del bachillerato como asesores, esposas o ex esposas sin experiencia laboral, parejas, sobrinos, hermanos o al amigo incondicional, el hurrero profesional "experto en arreglar situaciones", quienes en la suma de beneficios, se embolsan alegremente cuantiosos montos sin que los supuestos servicios prestados reflejen siquiera las funciones básicas para el adecuado funcionamiento del Estado. 
Esta práctica evidencia la notoria desigualdad en el acceso a funciones públicas, ya que muchos profesionales altamente cualificados se ven sistemáticamente impedidos de acceder a estos puestos simplemente porque carecen de conexiones familiares o amistosas con las autoridades de turno. La arraigada prevalencia del clásico “Padrino” eterniza esta discriminación, excluyendo a los susodichos por el mero hecho de no ser hijos de, parejas de, o amigos de.

    Lo más inquietante no se limita al privilegio ostentado por algunos, sino a la errónea creencia de su legitimidad. Parece que el acceso a cargos públicos otorga a las autoridades el derecho de convertir al Estado en una exclusiva agencia de empleo para la clase política. Es lamentable observar cómo algunas figuras de autoridad no encuentran inconveniente alguno en nombrar a su antojo a directores de instituciones públicas, obviando a numerosos profesionales.

    Al optar por designaciones basadas en motivaciones personales, se alimenta a la formación de una élite de individuos inapropiados, perpetuando así un círculo vicioso de nepotismo y desigualdad en la administración pública; quienes, lejos de proporcionar servicios adecuados, obtienen beneficios económicos de manera desmedida. Tal vez podríamos ser más tolerantes con esta concesión legal si, al menos, los designados demostraran ser idóneos para el cargo; empero, desafortunadamente, esto no es la norma en la gran mayoría de los casos.

    Así que, para aclarar, el título no alude a individuos de reputación dudosa; más bien, empleo la expresión "HDP" para señalar a aquellos verdaderos “hijos de privilegios” en un sistema de gobierno. Las autoridades que ostentan paradójicamente una posición de privilegio en el sistema carecen no sólo de altura moral, sino también de una ignorancia paladina sobre lo que implica ser servidor público. Estos individuos han dado la espalda por completo al decoro, la ética y, sobre todo, al mandato de representatividad que el pueblo les ha confiado. En su universo paralelo, desconocen conceptos como meritocracia e idoneidad, como si fueran términos de otra realidad; siendo estos elementos indispensables para construir una administración pública sólida, transparente y, máxime, eficiente y eficaz.

    No hay problema alguno en ser el hijo de, pero esa distinción en su casa, en el ámbito familiar. Para el Estado, cada individuo uno más entre tantos, equiparado con la multitud, compartiendo los mismos derechos y deberes que el resto de los ciudadanos. Al menos, así debería ser en un sistema donde la equidad y la igualdad se sostengan como principios inquebrantables.

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