Espejos discordantes


    «La intrépida Lucía se adentró valientemente en la majestuosa mansión de los espejos, cuya barroca fachada deslumbraba desde lejos. Aunque la mera idea de aventurarse hacia aquella imponente construcción le causaba cierta inquietud, ella se armó de coraje y se entregó al reto con determinación. Al cruzar el umbral, se vio envuelta en una combinación de sonidos y música estridente, creando un ambiente totalmente elocuente, si bien la impresionó, no logró disuadirla de su cometido.

    Los primeros pasos de Lucía dentro de la mansión no resultaron complicados. Los espejos, con su peculiar habilidad para distorsionar la realidad, generaban reflejos caprichosos, locos, que devolvían diversión, sorpresa, risas y entretenimiento. Estos espejos parecían ser cronistas mudos, testigos silenciosos y mágicos, interpretando con maestría la riqueza de las emociones que emanaban de la pequeña niña. Cada rincón del lugar palpitaba con el juego de las luces y sombras mientras Lucía se internaba más y más en este reino encantado.

    A medida que avanzaba, la intensidad de los reflejos y las distorsiones aumentaba, desafiando la percepción de la joven aventurera. En esta ilusoria maraña de destellos, la realidad y la fantasía se entrecruzaban. Lu se percató de que no estaba sola en aquel intrincado laberinto; otros niños compartían ese espacio, no los había visto antes, desconocidos para ella hasta ese momento, cuyas risas, sollozos, gritos y expresiones, algunas malsonantes, rebotaban por los cristales reflectantes. El universo de los espejos se convertía en una suerte de experimento Kerplunk, revelándose como un fenómeno curioso
, los tonos del ambiente metamorfoseaban a la interacción e intensidad de los sonidos emitidos por los niños, estableciendo una consecuencia estímulo-respuesta en una especie de analogía colectiva única.

    Según los niños alzaban sus voces o sus expresiones eran más densas por la falta de conexión o empatía, los espejos adquirían tonalidades más lóbregas, sombras distorsionadas y reflejos más horrendos. Las luces ambientales se volvían aún más estridentes, mutando hacia colores más vibrantes. Era extraño, este vínculo entre los niños y su influencia directa sobre el entorno y la claridad de los espejos creaban una energía única en el laberinto. Los reflejos que antes mostraban risas y emociones ahora habían trocado, adoptando un matiz distinto y desconcertante como fieles reflectores de identidad.

    Inmersa en este inesperado espejismo de roles y percepciones, Lucía se asustó un poco al ver que la imagen reflejada en en las antes brillantes superficies ya no coincidía con la realidad que conocía. "Esa no soy yo, no la reconozco", pensó con cierta desazón. Ante la creciente cacofonía de sonidos discordantes y las luces estridentes que se tornaban estroboscópicas, Lucía se tapaba los oídos y entrecerraba los ojos, avanzando con cautela por el dédalo. Todo estaba cambiando, con cada paso, se revelaban secretos insospechados. Una extraña neblina estaba tomando el lugar.

    Llegó hasta un recodo de uno de los enrevesados caminos, donde Lucía se tropezó con un pequeño infante, en un estado de vulnerabilidad evidente, yacía acurrucado, con palabras fluyendo inconexas. Con cautela, la joven preguntó con preocupación, “¿estás bien?” Sin embargo, la respuesta fue un rechazo abrupto, por el miedo que atenazaba al pequeño, “¿quién eres? No me toques, tengo miedo. Aléjate de mí. Quiero estar sólo", espetó el niño, sumido en una espiral de desconcierto.

    Lucía, imperturbable ante la adversidad emocional, le dijo con firmeza, "Tranquilo, sólo necesitas abrir los ojos y respirar profundo". La chica, con serenidad, enfrentaba la batalla interna del niño, intentando ofrecerle una voz amiga en medio de la confusión. Era evidente que nadie había extendido una mano solidara a ese pequeño antes.

    Mientras avanzaba por el caos, Lucía discernía la discrepancia entre la comprensión de las emociones y la capacidad de los niños para experimentar empatía, una falta total de respuesta emocional marcaba la pauta. A pesar de la percepción compartida de estar perdidos, la preocupación por el prójimo parecía ausente. Era un pandemonio, donde algunos no dudaban en pasar por encima de otros sin la más mínima consideración.

    Ante esta paradoja, Lucía, decidida a desafiar la discordia reinante, se propuso confrontar su propio reflejo oculto en ese oscuro espejo emocional. Pulir las sombras que se cernían entre las distorsiones, enfrentándose a la contradicción intrínseca del laberinto y aspirando a traer claridad. Entre la intriga y el escepticismo, la niña se apoderó del tedioso espejo opaco. Al reflejarse en semejante confesionario, no sólo vislumbró la imagen real que llevamos dentro, la superficie de las emociones, sino también la profundidad confusa de las conexiones humanas que nada más ese desalmado cristal podría desentrañar. . A pesar de su perspicaz entendimiento, la barrera emocional comenzó a resquebrajarse y las capas ocultas, invisibles a simple vista, se abrieron frente a sus ojos.

    Destacando entre la algarabía, captó la atención del grupo y Lucía logró imponer un silencio reticente. Al fondo, algunos gritos perdidos se desvanecieron, cediendo paso a un encuentro organizado entre los niños inquietos. Entre ellos, hizo aparición también el chiquillo con el que había tropezado en aquel recodo apartado, solitario. Se percató de la presencia de algunos niños con enfoques limitados, mientras otros eran vibrantes y se abrían con recelo a ideas audaces. Había curiosos que se inclinaban hacia la comprensión y niños grandes que parecía resistirse al cambio de lo desconocido, a pesar de los esfuerzos de Lucía por expandir puntos de vista. Los pequeños allí reunidos se negaban a abrirse completamente a esas nuevas perspectivas.

    Persistente en su empeño, Lucía se acercó aún más a este grupo heterogéneo, con una sonrisa afable, comenzó a contarles anécdotas de sus viajes, lecciones de sus padres y experiencias enriquecedoras. Innovadoras ideas fluían para apaciguar las mentes inquietas. A pesar de las resistencias iniciales, los pequeños se vieron cautivados por los relatos de la pequeña aventurera. Todos escucharon atentamente y una expresión colectiva surgió, con cada niño expresando su singularidad en el modo de pensar.

    Un acuerdo tomó forma, conformes todos; cada niño elegiría un espejo con su propio reflejo, o intercambiarían espejos con otros. La paradoja se manifestó en toda su complejidad cuando los pequeños con mirada sincera, inicialmente asustados, comenzaron a percibir las emociones ajenas desdobladas con una intensidad vívida, aunque la frialdad emocional persistía, la conexión entre los espejos revelaba una red de experiencias no contadas compartidas.

    Un halo de miedo y desolación envolvía a todos. Sintieron la tristeza y alegría del otro, a pesar de que los corazones permanecían imperturbables debido a la desconexión. El conocimiento se hizo presente, mas la empatía emocional parecía esquiva. Lucía, aguda y perspicaz, percibió la resistencia al cambio en muchos de ellos. En lugar de juzgar, optó por una estrategia astuta, compartiendo con maestría vivencias de crecimiento y aprendizaje. Fragmentos de tiempo, momentos quizá efímeros, aunque fugaces en duración, iban cargados de riqueza afectiva y profundo significado, desafiando las barreras emocionales; se infiltraron gradualmente entre los niños.

    A medida que el relato permeaba las conciencias de los pequeños, la paradoja que envolvía la situación comenzó a ceder. Los espejos sombríos, antes testigos distantes, reflejos de la desconexión, empezaron a mostrar signos de claridad, se volvieron aliados más amables; “éramos nosotros, los niños”, protagonistas de ese sugestivo relato. Las luces y los sonidos, discordantes, adoptaron de nuevo una melodía más sosegada como si hubieran encontrado de vuelta su armonía. La niebla de la indiferencia se disipaba, dando paso a un ambiente más acogedor para todos. 

    La empatía, incluso en su expresión más esquiva, empezó a dar sus frutos. Risas tímidas y nerviosas resonaron en el laberinto de reflejos, indicios de un cambio, una transformación emocional que, aunque gradual, marcaba el surgimiento de una conexión compartida.»

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