Amor vincit omnia

Anillos entrelazados

    Celebrar cada aniversario de bodas es un regalo maravilloso: dos almas que han decidido entrelazar sus vidas y caminar juntas por un sendero único. A menudo escuchamos que el amor es un sentimiento puro y profundo; ciertamente, es una liberación de energía vital que nace en lo más hondo de la conciencia, una comunión, un vínculo inefable, una fuerza universal que vibra en cada átomo del universo. El amor es la mejor religión, la fuerza de ser, de eso no cabe duda. Pero también es una decisión, quizá la más importante, especialmente cuando se trata del matrimonio. No me refiero al primer paso, al fácil y hasta idílico "sí, quiero", sino al camino que comienza después.

    A medida que transcurren los años, el amor se enfrenta a pruebas, algunas de ellas muy difíciles, y llegar a celebrar cincuenta o más años de matrimonio es un don reservado para pocos, vivenciar esa experiencia es un verdadero regalo. Aquellos que alcanzan esta hazaña han descubierto una fórmula que les permite transitar la vida juntos, manteniendo un compromiso sólido. Con el tiempo, el matrimonio puede transformarse, bueno, de hecho, se transforma en una carrera de obstáculos con situaciones extremas. Aunque muchas veces duela, creo que en verdad es necesaria para el crecimiento espiritual, donde sólo la fuerza del cariño y el apoyo mutuo permiten superar las dificultades o, en el peor de los casos, sobrellevarlos.

    La rutina diaria desvanece la imagen idílica de los primeros tiempos matrimoniales, ya que la realidad es que nadie amanece con la casa resplandeciente y ordenada, con destellos de luz por doquier. La fantasía se torna algo lejana e irreal cuando surgen los desacuerdos, carencias, falta de entendimiento, discusiones, problemas financieros, de salud, o cualquier otra índole inherente. A esto podríamos sumar hijos rebeldes; con toda la clase inimaginable de actividades y aptitudes de carácter formativo-deportivo-destructivo-creativo. Estas son nubes tormentosas que van y vienen, siempre acechando, siempre buscando enraizarse y turbar la unidad familiar, creando una constante realidad que no da pie al aburrimiento. El cansancio se instala, la rutina se apodera, las desavenencias y las palabras incisivas, a veces demasiado duras, reemplazan el arrumaco tierno de antaño, y la noche se llena de fantasmas que asustan. La realidad es que estas dificultades nunca desaparecen por completo; simplemente se disipan, se esconden por un tiempo y vuelven a asomarse cuando menos se espera, con mayor o menor intensidad. La aceptación de esta realidad, es un desafío diario que requiere intencionalidad, compromiso y renovar el "sí, quiero" cada día, cuando la armonía es una aspiración distante.

    ¿Qué matrimonio no ha atravesado temporadas difíciles?

    Y esa comprensión cotidiana, ese ceder en ciertos puntos, ese pedir perdón (aunque no tengas culpa), buscar el bien del otro y, sobre todo, la simple, empero imprescindible capacidad de empatizar, son prácticas que a menudo se descuidan. Lamentablemente, en la actualidad, uniones sólidas como debería ser el matrimonio (sin entrar en casos extremos), se desgastan por trivialidades, egos superficiales e incluso por la influencia de ideologías foráneas que buscan fracturar la unidad familiar.

    Permítanme generalizar, nuestros padres y abuelos no tenían una receta; ellos encarnaban la receta misma. Su generación se destacaba por su habilidad innata para escuchar, comprender y perdonar, y sí, también aguantar, eso sí reconociendo que el vínculo que compartían sobrepasaba cualquier tormenta imaginable. Juntos enfrentaron las adversidades de la salud y la enfermedad, la escasez y la opulencia, trascendiendo incluso los límites de esta vida terrenal. Creo que esta es la razón por la que muchos de ellos celebraron 50 o más años de matrimonio y me gusta imaginar también que continúan compartiendo su camino en la eternidad.

¡Feliz aniversario, allá donde os encontréis!

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