Fin de curso

Detalle cuadernos escolares apilados sobre fondo gris

    Al navegar por las redes sociales, a todos nos queda claro que estas plataformas son escaparates donde se lucen versiones cuidadosamente pulidas de incontables realidades; una especie de venta masiva de sonrisas, experiencias de viajes, felicidad y euforia aparentemente incontenible. Sin embargo, mi atención se dirige hacia ese fenómeno tan particular que se manifiesta al final de cada año escolar, cuando las redes se transforman en una pasarela de exhibiciones y alardes protagonizados por no pocos padres y madres, que presumen abiertamente las calificaciones estelares de sus hijos, luciendo el supuesto "éxito" que representan las notas más altas en el escalafón académico.

    Quede claro que este comentario no busca menospreciar el legítimo orgullo que surge ante los logros de los pequeños. Amén de la necesaria reflexión que supone la exposición excesiva de niños en las redes, en cuanto a su privacidad y seguridad.

    Esta pasarela de exhibiciones y alardes desenc
adena reacciones diversas entre los contactos de la red, por un lado, hay felicitaciones y comparticiones efusivas, muchos me atrevo a decir que, por cumplir, pero al mismo tiempo, no faltan las críticas hacia esa exposición desmedida de egolatría. Y es que hay muchos chicos que no han sido agraciados con las codiciadas puntuaciones y se quedan con un sabor amargo al sentir que sus puntos no alcanzan los estándares impuestos. Ni hablar de la suerte de escarnio público que muchos de ellos tienen que aguantar por parte de sus compañeros.

    Desde la obsesión que tenemos por los expedientes académicos hasta la arraigada creencia de que el éxito profesional está intrínsecamente vinculado a los logros educativos, me surge la pregunta: ¿las notas excelentes realmente definen el éxito? Personalmente, tengo mis dudas, y aunque ver logros como estos en nuestros hijos es gratificante, la relevancia de las buenas calificaciones se cuestiona aún más al observar genios, por todos de sobra conocidos, que no destacaron académicamente. No deberíamos vanagloriarnos solamente por los buenos resultados académicos, ya que, si bien es cierto que son indicadores del rendimiento escolar y de cómo se asimilan los conceptos, no es conveniente ceñirnos sólo a eso como si fuera el único criterio. La formación integral de una persona abarca innumerables aspectos desde la infancia.

    Siempre he sostenido que los números son datos fríos que pueden esconder la riqueza de matices que un niño carga a lo largo del año escolar. Cada crío es un mundo, una mezcla única, con su propio ritmo y preferencias de cara a las asignaturas impuestas en el plan de estudios. Pueden tener habilidades excepcionales en áreas como la música, el arte, el deporte o la inteligencia emocional, que no siempre son reconocidas por las evaluaciones. Un alumno ejemplar puede sacar notas brillantes, pero puede carecer de actitudes y habilidades esenciales como la expresión oral, la capacidad de resolver sus propios conflictos o habilidades sociales aceptables.

    No perdamos de vista que el propósito del sistema educativo es equipar a los niños y jóvenes con herramientas necesarias que les permitan prepararse y adaptarse a las exigencias de la sociedad actual. Las calificaciones no miden la capacidad de los niños para trabajar en equipo, comunicarse efectivamente o resolver disputas. El verdadero éxito está ligado a cultivar el pensamiento crítico, la objetividad y la capacidad de pensar y actuar creativamente, de abordar problemas con innovación y cuestionar lo establecido. Estas habilidades sociales son esenciales tanto en la vida cotidiana como en el ámbito profesional. Valorar y cultivar estas aptitudes pueden ser tan decisivas, más que simplemente obtener buenas , para desenvolverse con solvencia en el mundo real, y no sólo acumular puntuaciones en un papel.

    En este punto, surge la interrogante sobre el rol que jugamos como padres en esta etapa y la sobrevaloración que solemos asignar a los resultados escolares como antes mencioné. A pesar de querer lo mejor para nuestros hijos, la presión constante que a veces ejercemos, tal vez sin percatarnos, puede resultar en un impacto adverso en sus emociones, generándoles estrés, angustia y ansiedad que no sólo corroen y debilitan su autoestima, sino que también afectan su bienestar con importantes afecciones físicas.

    Es innegable que muchos padres se sientan decepcionados y con un sentimiento de fracaso ante puntajes bajos o peor, por ser aplazados. Con todo esto, es vital manejar esa sensación, ya que transmitirla a los niños o castigarlos por su supuesto "fracaso" puede resultar devastador. Necesitamos aprender a valorar el esfuerzo más allá de los resultados ocasionales; las calificaciones son sólo una parte en el desarrollo y éxito de los niños. La incertidumbre persiste acerca si el sistema educativo puede proporcionar un aprendizaje práctico que destaque la adaptabilidad a la diversidad de habilidades valoradas en el mundo laboral y si estas se reflejan en los puntajes. Al centrarnos en la diversidad de inteligencias, fomentar la creatividad y el pensamiento crítico, y valorar las habilidades sociales, podemos ofrecer a los estudiantes una educación más completa y prepararlos para un futuro en el que el éxito va más allá de los números en una libreta.

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