El Cañón

Vertido de metal fundido

    En los remotos días de la Gran Guerra, en un pequeño pueblo donde las risas, los juegos y los sueños se desvanecieron bajo la pesada losa del tiempo, surge la melancólica crónica de un gigante de bronce y acero azabache. Coloso, concebido —qué paradoja— por un ingeniero inglés en las entrañas de los primeros altos hornos siderúrgicos del sur de un continente nuevo, irónicamente gestados en un pasado glorioso donde el ingenio y el metal estaban consagrados a la forja del bienestar comunitario, algo que este ingenio bélico involuntariamente mancilló. No fue el único producto tan vil y despreciable de aquel crisol; hubo otros, mas ninguno como el "Cristiano", así bautizado.

    Engendrado de la fusión entre las numerosas campanas y bronces ofrecidos, contribuciones desinteresadas que provenían de todos los rincones y que antaño resonaban con alegrías y también tristezas, congregando a las gentes de una comunidad educada y próspera, ahora en sombras, batallando. El "Cristiano" fue nacido como titán para liberar vidas amenazadas por la avaricia desmedida, 
llamado a hacer justicia por una nación ultrajada. Embarcado en una guerra provocada por el ego del presidente, Jefe Supremo, quien convocó a su población a combatir, a pesar de que la provocación era ajena y nada tenía nada que ver con el pueblo llano, aquellos, nobles y confiados por un ideal se negaron a ser doblegados. Con el amor consagrado a lo propio y la determinación abolengo de la sangre de los grandes guerreros; hombres y mujeres, infantes y avanzados, se unieron en un pacto inexpugnable. No permitirían que nadie viniera a arrebatarles lo ganado, sellando así el destino del terrible artefacto. Empujados, como siempre ocurre, por la arrogancia de otros, los compueblanos se vieron envueltos en una tragedia no deseada.

    El día solemne de su llegada triunfal, entre vítores y aplausos que repicaban impregnados de entusiasmo y esperanza, admiraron semejante arma de fuego. El coloso se alzó como un baluarte, un monumento del horror, diez toneladas de una masa de imponente mesura que quitaban el aliento tanto a observadores propios como a foráneos. Insolente, el cañón soberano se apostó como un bastión de la resistencia nacional, capaz de desafiar a los imponentes acorazados aliados que navegaban por las corrientes amenazando las costas. Su resplandor levantó desconcierto y dejó atónitos a los infames agresores, esos mald… invasores de imponente presencia, enfrentóse a estos con valentía en feroces batallas que no todos conocen y mucho menos, imaginan.

    Empero, el tiempo de ecos tormentosos y el regurgitar del candente metal pesado fue efímero; aunque prolífico en la defensa firme de la tierra por la cual luchaba, pronto fue capturado e innoblemente arrastrado lejos por el usurpador, llevándose consigo las aspiraciones del pueblo hermanado. El destino del cañón fue desolador, convertido en un triste trofeo de guerra, exhibido en el sombrío patio de un museo lejano. La majestuosidad que una vez inspiró admiración y esperanza ahora yace como un prisionero silencioso en la penumbra, testigo de una guerra injusta.


    El pequeño coloso desafió a tres inmensos contendientes, revelando la nobleza de un pueblo nación que, a pesar de su modesta dimensión, dejó perplejo incluso al más iracundo de los intrusos indeseados. No lograron, como pretendían, segar la vida de todos los territorianos; que no nazcan, no, que no quede uno. Hijos, hermanos y maridos, amigos, que mueran las mujeres “residentas” que atendían a los sufridos, ¡quemar a viejos y criaturas! Enfermos y heridos, fueron las sádicas e indecorosas premisas de los laureados e imperturbables nobiliarios. Difamación, infamia y engaño, deshonor, para justificar al mundo como redención, el crimen más atroz y execrable jamás antes, ni después, cometido, ¡qué valientes enemigos!

    Concebido sin deber serlo, producto de campanas que no deberían haber sido silenciadas, de campos, calles, plazas, pueblos y ciudades que no merecían ser expoliados ni apagados. Ahora, sólo las sombras perviven, vestigios de aquellos que, en nombre de una causa noble, lucharon y murieron por el honor de ser hijos de una tierra libre.

    Algunos anhelan el retorno del cañón a su tierra natal, uniendo su destino con el del Mariscal como un homenaje merecido. Este gesto, ya sea en un intento de cerrar las heridas fratricidas o con un tono más políticamente correcto, reconciliación, disipar las sombras que la guerra dejó y reconectar con un pasado marcado por el honor, tiene su propósito. No obstante, puede que su verdadero valor radique en ser un recordatorio perenne de la importancia de estos colosos de metal en la historia de la nación. La guerra, con su impacto devastador, acribilla la vida, la política, se disfraza de engaño y entre ambas, se entierran las ilusiones y sufrimientos de una fraternidad patriota, historias relegadas a polvorientos libros olvidados, muriendo en letras secas y desvaídas en sus páginas amarillentas.

    ¡Cuánta tristeza, la melancolía resuena como un eco decadente de una guerra épica, una crónica destinada a languidecer en el implacable silencio del tiempo! Les insto, generaciones venideras, a conmemorar y atesorar el recuerdo de un pueblo que, en el más oscuro de los conflictos, progresó y se fortaleció. Este legado, del cual todos disfrutamos hoy, es un regalo preciado, fruto de la resiliencia humana, la capacidad de crecimiento y el inmenso sacrificio de ellos, aquellos que enfrentaron las adversidades más terribles, la peor de las hecatombes. Que la memoria trascienda más allá de las páginas del tiempo.

Nadie de bien gana en las guerras.

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