Padres VS Deporte infantil


    Desde temprana edad, hemos admirado a nuestros padres como auténticos seres superpoderosos, héroes y heroínas esenciales en nuestra vida. Con el paso del tiempo y asumimos nuestro propio papel como padres, la realidad se devela, sólo somos seres humanos, pero con una capacidad extraordinaria de entregarnos por completo al bienestar de nuestros hijos.

    Cierto es que la dinámica diaria puede tornarse ardua y extenuante para los adultos, debido a las múltiples facetas que casi siempre debemos desempeñar. No es menos cierto que dedicar tiempo de calidad a nuestros hijos es primordial debido a la importancia que los padres desempeñamos en su desarrollo educativo. Este es un período de inversión, destinado a disfrutar, dialogar, estrechar lazos con ellos, compartir sus vivencias y hacerlas nuestras también. Este espacio de conexión no demanda necesariamente charlas motivadoras ni la imposición de teorías sobre cómo deben o no deben ser o atosigarlos con directrices absolutistas. Se trata simplemente de ‘estar presentes’, de escuchar y vivenciar con ellos lo que experimentan a diario.

    El acompañamiento cercano y constante contribuye a formar niños motivados, seguros y felices. Sin duda, uno de los grandes espacios de calidad para compartir con ellos y que contribuyen enormemente a su desarrollo integral, son las actividades deportivas. El deporte, en cualquiera de sus modalidades, constituye un medio altamente idóneo para transmitir e inculcar valores como el respeto, el autocontrol, la disciplina y la sana competencia. Es también un modo de fomentar la socialización natural, permitiendo a los niños interactuar con sus pares, lo que sin duda enriquece su crecimiento no sólo como deportistas, sino también como personas.

    Por mi parte, tengo el placer de participar en numerosos torneos interescolares, momentos de esparcimiento y diversión para los chicos, donde los padres también desempeñamos un papel esencial. Motivamos, brindamos seguridad, confianza y apoyo, celebramos y elogiamos las buenas jugadas, propias y ajenas, y, sobre todo, proporcionamos apoyo emocional a nuestros hijos cuando enfrentan errores que forman parte del juego, animándolos a superarse y mejorar día a día un poco más.

    Sin embargo, es necesario destacar que la implicación de los padres en las actividades deportivas de nuestros hijos debe estar enmarcada en el respeto, siendo ejemplos de buen trato y cortesía tanto hacia los entrenadores como hacia los jueces de los eventos, los eventuales adversarios y el público en general. La agresividad ejercida por algunos padres, se manifiesta de muchas y variadas formas, desde gritos abusivos hasta enfrentamientos físicos, ya sea con los entrenadores, los árbitros o con los jugadores del equipo rival, e incluso, en situaciones más graves y totalmente vergonzosas, si caben, la toman con los propios hijos. Esta falta de autocontrol o de competitividad excesiva, vaya usted a saber por qué causas, les hace perder la perspectiva, generando un impacto negativo tanto en los niños como en el espíritu deportivo.

    Uno de los efectos más preocupantes radica en su influencia en el desarrollo emocional de los jóvenes deportistas. Los insultos y agresiones verbales minan la autoestima de los jugadores, dejando cicatrices emocionales profundas que, de seguro, van a perduran en el tiempo. En ocasiones, el temor al castigo o la ira de sus padres puede incluso desalentar a los niños a continuar participando en actividades deportivas, lo que es inaceptable. Adicionalmente, esta forma de violencia promueve una cultura de competencia perjudicial. Cuando los padres se obsesionan con la idea de ganar, ganar, ganar a toda costa, sus hijos asimilan ese mensaje y comienzan a ver a sus compañeros de equipo como adversarios en lugar de compañeros. Esto evidentemente debilita el espíritu colaborativo y menoscaba las valiosas lecciones sobre trabajo en equipo que los deportes deberían impartir.

    Podemos no estar de acuerdo con las decisiones del entrenador, discrepar con otros padres respecto al rendimiento del equipo o tener nuestras propias ideas sobre cómo deberían desarrollarse las cosas para que funcionen mejor, para eso somos los mejores entrenadores, domésticos claro. No obstante, debemos mantener nuestro lugar y respaldar a los entrenadores, incluso cuando nuestros hijos estén en la banca. Cuando el equipo juega, es eso, ‘equipo’, uno, y todos somos parte de él, representando a una institución, cuyo nombre debe quedar en lo más alto, por mantener el juego limpio con el respaldo inquebrantable de los padres.

    Quisiera resaltar eso, "apoyo incondicional". Ser parte de un grupo, de un equipo, no puede estar sujeto a condiciones y más aún en esta etapa. Frases como "no vamos si mi hijo no juega", "¿por qué cambiaron a mi hija?" o “mi hijo tiene que ser titular porque es el mejor” resultan cuanto menos lamentables en un entorno de competencia saludable, donde todos los niños deben tener la oportunidad de participar, en mayor o menor medida, según sus habilidades y el criterio del entrenador.

    Aquí radica nuestro desafío como padres: aceptar con resiliencia las decisiones, continuar siempre acompañando, alentando con orgullo y entusiasmo a nuestro equipo. Sigamos diciendo: "¡Vamos chicos, ustedes pueden, vamos!"

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