Las sorpresas que da la vida


    Indudablemente, en el viaje de la vida, se manifiestan circunstancias inesperadas y cambios repentinos que nos pueden abrumar como si cargáramos sobre nuestros hombros el peso del mundo. Son cargas que nos agobian, oprimen y provocan un dolor profundo. Sentimos rabia, impotencia y, a veces, hasta frustración. Estos cambios suelen ser desafiantes de enfrentar, ya que nos aferramos a una realidad que ya no es la misma que idealizamos en nuestra mente. Evocan momentos de felicidad y recuerdos hermosos del pasado, que anhelamos desesperadamente conservar y revivirlos. Sin embargo, sabemos, aunque duela, que no se repetirán, al menos, de la misma manera en que permanecen en nuestra memoria.

    Y aunque hablemos y prediquemos sobre la importancia de la resiliencia, la inteligencia emocional u otros conceptos que pudieran parecer distantes y fríos a la realidad de uno mismo y, de los que, por supuesto, como seres humanos que somos, solemos dar catedra teórica, su aplicación en nuestra propia vida resulta, cuanto menos, difícil o desafiante. Nos cuesta desapegarnos y dejar marchar cosas o lugares que avivan en nosotros las emociones y los recuerdos más entrañables.

    Los cambios son una constante en la vida, y en ocasiones, resulta necesario soltar, para abrirnos a nuevas experiencias, a nuevas realidades que pueden ser más enriquecedoras. Aceptar la cruda realidad de las circunstancias que escapan a nuestro control y liberarnos de su influencia parece un acto sencillo, decirlo suena fácil, más en la práctica, se convierte en un camino angustioso, un dolor que hiere en lo más hondo de nuestro ser.

    Es muy bueno permitir que el dolor emerja, permitirnos llorar, desahogarnos y comprender que lo vivido aportó felicidad a nuestras vidas. Fue maravilloso en su momento, en esa época y con las personas con quienes compartimos esas vivencias. Sin embargo, debemos reflexionar sobre un hecho incuestionable: si esas personas ya no están, nuestra realidad será diferente, más allá de conservar sus objetos más preciados, por lo que mantenernos aferrados solo profundiza el dolor y nos causa daño.

    No existen fórmulas, esquemas o reglas mágicas para evitar sentir tristeza, miedo o duda. Es inevitable atravesar el proceso emocional de soltar, aunque creo que puede resultar sumamente sanador, atesorar los recuerdos y mantenerlos vivos, hablar de ellos y disfrutarlos, dejando ir todo lo demás. Debemos hacerlo sin culpas, sin cuestionamientos, sin pensar en lo que pudo haber sido y no es, sin considerarlo un sacrificio, sino más bien, como un acto de amor hacia nosotros mismos.

    Pasamos la mayor parte de nuestra vida apegados a muchas cosas que, en realidad, no necesitamos. Estamos tan habituados a darle un valor emocional a lo material, que soltarlas nos genera una sensación de vacío y orfandad. No nos damos cuenta que hay aspectos de la vida que son inconstantes, que van y vienen, que mutan y se transforman y, aunque ya fueron, seguirán siendo importantes en nuestra memoria. Nadie podrá borrar de ahí los vínculos sentimentales, las risas, festejos, abrazos y cada uno de los momentos compartidos, porque las emociones perdurarán siempre, más allá de lo meramente material.

    Apegarnos a las cosas es un vano intento de aferrarnos al pasado, que, como tal, debe quedarse en su lugar, permitiéndonos avanzar hacia lo que verdaderamente importa. Y soltar y dejar ir, con un profundo sentimiento de gratitud, por todo lo valiosas que en su momento fueron esas experiencias para nuestra historia personal. De una manera u otra, al final todo cierra.

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