Acto de comunión


    «En aquel tiempo, Jesús llamó a los Doce y les dijo: "…el Hijo del hombre va a ser entregado a los sumos sacerdotes y a los escribas, que lo condenarán a muerte y lo entregarán a los paganos para que se burlen de él, lo azoten y lo crucifiquen; pero al tercer día, resucitará". Entonces se acercó a Jesús la madre de los hijos de Zebedeo, junto con ellos, y se postró para hacerle una petición: "Concédeme que estos dos hijos míos se sienten, uno a tu derecha y el otro a tu izquierda, en tu Reino". Sin embargo, Jesús replicó: "No sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber el cáliz que yo he de beber?"» (Mt 20, 17-28)

    Como seres humanos, no alcanzamos a comprender semejantes palabras de alguien que es consciente de su muerte, no entendemos lo que implica beber de ese cáliz. Incluso Jesús, en el Monte de los Olivos, la noche que lo llevaron preso «se postró sobre su rostro, orando y diciendo: Padre mío, si es posible, pase de mí este cáliz; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya». (Mt 26,39)

    Sólo el Hijo de Dios, en su profundo amor por la humanidad, fue capaz de entregarse al sacrificio, la crucifixión y a su propia muerte. Cuando bebemos de ese cáliz, que es un cáliz fruto de nuestros pecados, participamos de su sufrimiento en el mundo.

    Los sacramentos son gracias, dones que el Señor nos regala, pero requieren ser cultivados, cuidados y alimentados con la gracia de la fe para crecer y nutrirnos, como la uva exprimida que se convierte en vino y se puede beber o el grano pisado en harina, se convierte en pan que se puede comer. Estos son los elementos a través de los cuales Jesús se nos manifiesta.

    La Eucaristía, la acción de gracias es el sacramento que está en el corazón de la fe cristiana, es el acto de comunión con Dios. En la consagración del pan y el vino, aunque esos elementos conserven su apariencia ante nuestros sentidos, se “transubstancian” mediante la palabra y la acción del Espíritu Santo, convirtiéndose en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Sustancias que, tras ser digeridas y asimiladas por nuestro cuerpo, se convierten en parte de nuestra vida. Nuestro Señor, se hace presente, con una forma distinta, aunque en su verdadera esencia. Estos elementos sacramentales nos enseñan la humildad y vulnerabilidad del ser, y al consumirlos, celebramos la vida y el sacrificio de Jesús por la humanidad.

    Como Iglesia, estamos comprometidos con Jesús, formando una gran familia que se congrega y disgrega, como un corazón vibrante. Jesús dependía de los apóstoles para llegar con su palabra, exactamente como nosotros dependemos de todos los que nos rodean a fin de proclamar la libertad, la esperanza y la paz, la buena nueva para llegar al Señor. “Vayan por todo el mundo y prediquen a toda la gente”.

¿Quién no recuerda el olor a oveja requerido a los pastores? Cristo predicaba en las calles, llamaba a las puertas, entraba a las casas, compartía la mesa de sus seguidores, curaba a los enfermos e infundía fe a los más débiles. Jesús Nazareno nos llama y nos invita a participar en una nueva vida, a ir al encuentro de los otros, allí donde estén. 

¿Estamos preparados?
¿Somos dignos, dignos hijos para beber de ese cáliz?

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