La mirada que marca


    Guardo innumerables recuerdos de mi infancia, de aquellos días en los que la vida familiar cobraba protagonismo y aprendía valiosas lecciones de amor y afecto de mamá y papá, gracias al apoyo y a todo el tiempo que compartimos juntos. Ellos me enseñaron límites y disciplina, me inculcaron rutinas y el poder que tiene una familia unida; respeto y empatía se convertían en valores fundamentales. Me guiaron en la valía de la buena educación y me alentaron a tomar mis propias decisiones, fomentando así mi autonomía. Descubrí el poder de la comunicación, aprender a escuchar y ser escuchado, pues en la conexión emocional se tejen los lazos más profundos, haciéndonos sentir parte de algo más grande. 

    En cada desafío que todos enfrentamos, encontré lecciones valiosas que me enseñaron de su propia experiencia, el arte del aprovechamiento y la resiliencia. Aprendí encontrar nuevas formas de dar vida a lo que otros podrían haber descartado. Aprendí a valorar lo que tenemos, cada recurso, a ser consciente de que cada cosa, por pequeña que sea, puede tener un propósito y un valor en nuestras vidas, comprendiendo que nada se daba por sentado. 

    En aquel entonces, la educación se llevaba de otra manera. Una simple mirada o una palabra transmitían una sabiduría implícita, guiándome en mi camino y forjando mi comportamiento. Estas enseñanzas de vida laten con fuerza en mi memoria y se mantienen vivas, especialmente cuando me enfrento al desafío complejo de criar a mis propios hijos. 

    Vivimos en una sociedad que observa y juzga con facilidad las decisiones que cada familia toma en cuanto a la crianza de los pequeños. Es por eso que es importante recordar las lecciones de nuestros padres y abuelos, aquellos tiempos en los que la sabiduría se transmitía con una mirada llena de amor, palabras cargadas de significado y quizás, entre medias, ligábamos algún que otro zapatillazo. 

    ¿Qué ha cambiado a medida que el tiempo avanza? ¿Hemos experimentado un aumento en la estimulación visual, una avalancha de tecnología o una actitud más condescendiente? ¿O, por otro lado, hemos presenciado una disminución en la autoridad, la firmeza y los límites, o menos relación de vida familiar? 

    Más allá de las diferencias generacionales entre nuestros abuelos, padres y nosotros, y los cambios inherentes al paso del tiempo que inevitablemente influyen en el comportamiento social, se ha extendido una corriente 'buenista' que se caracteriza por la ausencia de autoridad. Se ha creado un ambiente en el que se prioriza la gratificación instantánea y el bienestar superficial, esta corriente minimiza todo y se enfoca únicamente en la búsqueda de la felicidad de los niños, llenando sus vidas de "cosas" en lugar de "momentos". Sin embargo, esta falsa felicidad material sólo conduce a la creación de niños egoístas, solitarios, mal educados, desanimados, con baja autoestima y lo que es peor, desesperanzados, poniendo en riesgo tanto su salud mental como la nuestra. 

    A diario vemos u oímos afirmaciones acerca de estar criando una generación de cristal, atribuyendo a ciertos grupos de edad una extrema fragilidad en cuanto a su capacidad de relacionarse socialmente. Se habla de niños altamente sensibles que se sienten molestos o deprimidos frente a las críticas, con una baja tolerancia a la frustración. Se han acostumbrado a negociar recompensas, desconociendo por completo la cultura del esfuerzo. Estos jóvenes leen poco, pero están hiperconectados a la tecnología, encerrándose en un mundo virtual y desconectándose del mundo real, donde deberían desenvolverse con solvencia y seguridad. 

    Todos anhelamos la felicidad, tanto para nosotros como para nuestros hijos. Sin embargo, debemos entender que la adversidad, no siempre debe evitarse, no podemos cerrar los ojos y conformarnos con evitar que los niños enfrenten dificultades o experimenten desilusiones, o peor aún, permitir que hagan lo que quieran sin restricciones. De esta manera, los niños quedan a la deriva, sin un norte, sin guías, sin normas ni reglas que seguir. Los desafíos y las desilusiones son parte inevitable de la vida, y es crucial que aprendamos a enfrentarlos y superarlos, y para lograrlo, se requiere una dosis de madurez, adecuada a la edad, por supuesto. 

    En un mundo cada vez más complejo y exigente, nuestra tarea principal, a sabiendas que es más fácil escribirlo que cumplirlo, no consiste en proteger a nuestros hijos ni allanarles el camino, sino en prepararlos para que sean capaces de transitar cualquier sendero, por más difícil que sea, y saber sortear cualquier obstáculo que se les presente. Tenemos en nuestras manos la responsabilidad de canalizar adecuadamente sus actitudes y habilidades, sin caer en un autoritarismo extremo, pero eso sí, estableciendo límites claros en cada paso del camino. Dándoles espacio y permitiéndoles asumir y resolver los problemas que se les presenten, fomentamos su independencia, forjamos su carácter y fortalecemos su autoestima, a la vez que les inculcamos el sentido de responsabilidad, respeto, solidaridad y empatía hacia los demás, porque también se trata de eso, de acompañar a otros en su camino. 

    Creo que debemos disciplinar con amabilidad y empatía, en especial, teniendo en cuenta que la orientación que estemos proporcionando sea la adecuada, con altas dosis de paciencia y, más aún importante, estando presentes, una presencia de calidad de manera continua en la vida de nuestros hijos, con un diálogo preciso y siendo un ejemplo diario en el cual puedan reflejarse. Como padres, deseamos ser "amigos" de nuestros hijos, y aunque esa cercanía crea un vínculo valioso y necesario, no debemos descuidar la imagen que proyecta autoridad y respeto. Con una mirada y una palabra, podemos invitar a nuestros hijos a compartir juntos la maravillosa experiencia de crecer y ser felices.

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