Por fin

Por fin

(*) El siguiente texto es una historia de ficción que puede ser impactante, perturbadora o emocionalmente intensa.

    «Son las 21:00 horas y el verdugo, ser oscuro y silencioso, carga los dos frascos del primer químico en los cargadores de la jeringa, como un acto de libación. Con cuidada letra cursiva, anota la hora de inicio en la orden de trabajo y hunde el émbolo de la jeringa. Lo hace con la certeza del que disfruta de lo que hace, en ese instante, los catéteres tiemblan mientras el químico inclemente corre por los transparentes conductos. Ane es plenamente consciente del efímero ahora que la consume.

    El alcaide y el cura, espectadores de la inevitabilidad de la condición humana en este acto, la observan impávidos. En los ojos de Ane, se sucede un abismo de infinitos reflejos que, en un último acto de resistencia, toma una bocanada de aire y cierra los ojos, buscando refugio en su propio ser. Inspirar y expirar, un ritual de conexión con lo más profundo de sí misma, mientras su pecho se contrae y palpita. Extraños sonidos emergen de los rincones de la sala, ecos que densifican el ambiente, impregnado del peso de todas las almas que ha visto desvanecerse en ella. La respiración y los latidos de corazón se unifican, vida y muerte, se amalgaman en una fugaz existencia. Resonancias que traspasan la compresión humana.

    Ane abre los ojos. El primer químico, un bálsamo letal, invade su sistema neuronal y le provoca somnolencia, una densa somnolencia. El verdugo, con un gesto seco y severo, acciona el émbolo e introduce el segundo químico, de tono verde como la bilis, haciendo que el catéter tiemble con avidez mientras avanza hacia su destino final. Un silencio sepulcral envuelve la sala, roto únicamente por el sonido sordo de los monitores de signos vitales, en tanto que destaca ominosa la figura del sacerdote, con su rosario enrollado en la muñeca. De repente, la cruz se descuelga de su prisión de cuentas y queda colgada, oscilando en el aire con una cadencia desafiante.

    Ane dirige su mirada hacia el símbolo religioso, pero le cuesta enfocarla en medio del mareo inducido por los químicos. Por un instante, logra establecer una conexión con la cruz, pero un estruendo ensordecedor irrumpe en su conciencia, sacudiéndola hasta lo más profundo de su ser, “¿qué esperas de mí?”, su voz interna llena de desesperación y rabia contenida, “¿qué esperas?”

    Lucha por respirar, su tórax y vientre se retuercen en espasmos violentos al mismo tiempo que su cuerpo se contorsiona atado a la camilla. En medio de la agonía, su piel adquiere un tono azulado, una metamorfosis traumática. El alcaide y el sacerdote intercambian miradas, conscientes de que están presenciando algo inusitado. La piel de Ane refleja el sufrimiento que la consume, una manifestación evidente de la tormenta que azota su interior. Alertado por el cambio en la apariencia de su víctima, el verdugo apresura la inyección. Un instante de agonía, un suspiro de alivio, y luego el silencio se apodera de nuevo de la habitación.

    A través del catéter, la tercera y última dosis se abre paso, inundando simultáneamente la aorta y la vena con su carga letal. El último hilo de un verde siniestro ingresa en la circulación sanguínea. Los sonidos se desvanecen, los latidos del corazón se diluyen en la nada. El corazón da un coletazo, uno final y rígido, un suspiro seco en un último acto de resignación por aferrarse desesperadamente a la vida antes del ocaso. Silencio. En el monitor médico, los signos vitales y el encefalograma muestran una línea plana. Ane queda inerte.

Terminada.

    En la sala de testigos, los observadores abandonan sus asientos, el espectáculo ha terminado. La madre afligida se acerca al cristal que separa su dolor del cuerpo sin vida de su hija. Su rostro, a pesar de estar marcado por la tristeza, irradia una extraña tranquilidad, una paz que sólo puede encontrarse en la aceptación.

    El médico y el ATS ingresan a la sala de ejecución. El ATS extrae con destreza las agujas y los catéteres, a la vez que el médico, con un gesto sombrío, confirma el deceso. Sus ojos expertos no pasan por alto el enorme moretón en el brazo de Ane, señal de la intrusión violenta de la aguja en su vena. Un vistazo al reloj, otro al rostro inerte de la mujer, y el médico anota fríamente en su registro: "... 21:15 horas. Tardó 15 minutos en expirar..." En letras gruesas, destaca el estado: "terminada". Su firma, un macabro sello.

    Dos asistentes entran en la sala. Ane yace con los ojos abiertos. El sonido estridente del monitor rompe con su lúgubre advertencia. El verdugo, con gesto impasible, apaga el ruido molesto y discrepa con un mero vistazo a su reloj. Seguro en su deber, estampa su firma de autoría de muerte en la orden final. Luego, en un acto mecánico y carente de humanidad, recolecta sus utensilios y los desechos generados, los arroja sin miramientos en una papelera designada para el despojo patológico. Finalmente, cierra el maletín.

    El médico coloca un sello naranja en el tobillo de la mujer, cuyos ojos permanecen abiertos. Con un toque suave, pasa la mano y los cierra, cubriendo después el rostro con gesto apacible con una sábana blanca. “Pueden llevársela a la morgue” murmura. Los asistentes se apresuran a desatar las ataduras que han mantenido prisionera a la occisa, transfiriendo su cuerpo a una fría camilla metálica.

    En el pasillo, un guardia cuelga la fotografía de Ane en uno de los portarretratos vacíos. Es un retrato más, una imagen entre muchas, como último vestigio de una vida. "Ya dejé de estar perdida y sola. Ahora, adiós. Ahora me voy sin mirar atrás. Vuelvo a casa y sólo quiero dormir, dormir y ser. Ser libre... por fin...”»

por fin- sólo… yo…

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