El trapo caído

El trapo caído

    «No hace falta mirar al pasado para darse cuenta que seguimos siendo los mismos hoy, tras más de dos mil años, aún encarnamos a Pedro, mintiendo y negando. Somos fiel reflejo de los apóstoles, adormecidos, cobardes, huidos como corderos asustados, dejando a Jesús abandonado en el monte de los Olivos. Somos Judas, sellando traiciones con besos, cumpliendo su fatídico cometido. Las treinta monedas, como brasas, plata ardiente en la palma de la mano, nos queman, sin saberse que es uno también, arrepentido él fue trascendido. ¡Ignorantes, obnubilados por juicios vacíos! Somos los romanos y tanto los judíos, no hay diferencia, no somos distintos, conspirando contra el hombre amado, prendiendo la libertad del hombre libre.

    Somos el cuenco manchado y el trapo caído, donde Pilatos busca lavar su conciencia, en tanto se seca las manos con indiferencia. La burla y algarabía de la turba que grita ¡crucifixia! - mientras los romanos, indómitos, van azotando sin piedad. Y el gentío, multitud en pasillo lanzando desechos al cuerpo que avanza por el camino de los desesperados. Esos mismos que días antes lo aclamaron con vítores y abrazos, agitando palmas al viento por Él, en su honor un domingo. Jesús, arrastrado, cargando el peso de la libertad y la responsabilidad del costo de nuestros pecados. Sufre consciente y lleno de amor, soportando el dolor. La redención es el plan divino.

    Somos los rayos que golpean con crudeza, uno tras otro, con pulsos ásperos, perforando el yerro de los maderos cruzados. El destino se clava y atraviesa, e indolentes se muestran, los fulgurantes claveles que brotan de su costado. El amor sacrificado es un tormento, qué insoportable. La vida se desliza por la piel de aquel ser aún humano, cayendo y hundiéndose profundo, se pierde en la tierra del Calvario.

    María Madre, desgarrada, desolada, anhela tener a su hijo entre los brazos, afligida por los dolores arrastrados, inenarrables. Nosotros el Ser, hombres y mujeres, prójimos, que sonreímos, padecemos y lloramos profanos por igual ante semejante calvario. Gritamos alto y callados, sin lágrimas, sin llantos, unidos en la agonía, más no importa el llamado. Verdad, silencio, lo tenemos grabado. “¡No derraméis lágrimas por mí!” lacerado y fustigado, impasible murmura el hijo del humilde carpintero. Y el Rey de los Judíos, el Nazareno finalmente, alzado y entregado, es entronado en su cruz, coronado. La cruz, símbolo sólido de todos nosotros, hijos y hermanos. ¿No somos acaso ese trono de martirio en el que lo levantamos, el mismo que fuimos tallando con nuestras propias impías manos?

    Y allá Él se alza, encumbrado, desnudo y humillado, crucificado y coronado, sin rastro de rencor, con profunda misericordia "Padre, perdónalos, no saben lo que hacen", bajo su nombre, mancillado y grabado con carbón en un letrero, mientras con la mirada honda, compasiva de un hombre justo, un hombre bueno, irradiando la luz de un santo con sinceridad y pureza más absoluta, justificando perdón a los vivos. Agonizando, vuelve su mirada al cielo y susurra: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? El Hijo, flagelado y coronado de espinas, burlado y clavado en la cruz, torturado, un niño llora desconsolado. Esta es la senda que todo cristiano debe seguir.

    En la tierra, aquel día, fue muerto por la fría punta de hierro, bajo el lamento del cielo clamaba su pesar tronando, tembló el suero y el velo fue rasgado, en aquel instante, el romano cayó en el remordimiento. El agua pura de vida, serena, curativa, se tornaba en sangre, por nuestra culpa, por nuestra soberbia y egos. Por puro amor a la humanidad y respeto al Padre, fue sacrificado, y sepultado.

    Las campanas repican como latigazos en el pecho. Con acciones vanas y palabras creadoras afiladas, ahogamos las mentes libres, a los que más cerca tenemos; a los más pequeños, apagamos, los que más amamos, sofocamos. Fuimos creados puros, inocentes, para amar y ser libres, para dar y darnos, destinados a transcender de pleno y crecer en plenitud, caminando por el camino marcado. Empero, dejamos de soñar, renunciamos a nuestros sueños, dejando atrás la inocencia de los niños el día que elegimos crecer y crecimos para dejarnos, sin propósito, perdernos en el velo melancólico de la existencia llana.

    Pareciera que no estamos preparados para lo trascendental, para lo eterno, para el presente que Yehoshúa desea otorgarnos. No lo anhelamos, no sentimos sed, no tenemos hambre de la Verdad que tanto necesitamos. Pero Él descendió a los abismos del infierno, padeció para luego renacer al tercer día como el resucitado, sólo para guiarnos, y se sentó digno al lado de su Padre omnipotente. La cruz se transformó en luz, en un sendero seguro a seguir. Sabemos que llegará el momento de redimir a los que ya han partido.

    Una única estrella resplandece en el cielo al amanecer, una estrella suave, mansa, la estrella de la aurora. Nos emocionamos, nos sentimos vencedores porque creemos haber triunfado, pero en realidad somos eso, meros ilusos, humillándonos, humillando, desnudos y temerosos, celebrando nuestra grandeza ficticia, ensalzando la magnificencia que somos. ¡Bravo, míseros no hacedores!

    Cada día morimos un poco, alimentando un ego desmesurado, esclavos caníbales de lo irreal. Nos creemos dioses, dioses profanos de mierda y barro.»

Con esperanza.

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