Amor y fe

Amor y fe

    Cada año, durante la Semana Santa, somos convocados a rememorar y reflexionar sobre el camino que Jesús recorrió hacia la cruz, un sendero marcado por su dolor y por su aceptación del plan divino de su Padre, que implicaba entregarse en sacrificio supremo por la redención de la humanidad. Nos sumergimos en las celebraciones litúrgicas que conmemoran estos eventos, guiando nuestros corazones desde el padecimiento hasta la esperanza renovada en la resurrección, que es el corazón mismo de nuestra fe cristiana.

    En la larga historia del catolicismo, una de las figuras más íntimamente ligadas al misterio de la fe es María, la madre de Jesús de Nazareth. Desde tiempos inmemoriales, su figura ha sido objeto de reflexión, veneración y devoción en la tradición cristiana, la cual perdura a través de los siglos. Al meditar sobre la búsqueda de comprensión y empatía con el sufrimiento de Cristo, a menudo pasamos por alto el dolor insondable de su Madre, la Virgen María. No hay angustia mayor para una madre que ser consciente del sufrimiento y presenciar la muerte de su hijo.

    Más allá de los relatos convencionales por todos conocidos, existe una historia conmovedora llena de significado y comprensión que revela la profundidad del sacrificio maternal y su papel central en la obra redentora; me refiero a la historia de los siete dolores. La fuente principal de ésta se encuentra en los Evangelios, especialmente en los relatos de los evangelistas Lucas y Juan. Estos actos, junto con las tradiciones posteriores de la Iglesia, han dado forma a la comprensión de los siete dolores de María a lo largo de los siglos.

    María representa la chispa divina que reside en cada ser humano, el alma que busca despertar a la verdad más profunda. A lo largo de la vida de Jesús, María experimentó dolores que trascienden el sufrimiento humano común. El primero de ellos fue profetizado por Simeón en el templo. Cuando María y José llevaron al Niño Jesús, Simeón, un hombre justo y piadoso que había recibido una revelación del Espíritu Santo, tomó al Niño en brazos. Reconociéndolo como el Salvador esperado del pueblo de Israel, la luz que iluminará al mundo, vaticinó a María el presagio de sufrimiento que le esperaba a Jesús, y el dolor que ella como madre debía experimentar, un dolor que atravesaría su corazón como una espada afilada. José y María quedaron turbados con estas palabras, que fueron como un despertar de la conciencia a la realidad del mundo, un lugar de sufrimiento. Este evento no es sólo único en la vida de María, sino un proceso continuo para cada creyente en la Verdad.

    El segundo dolor lleva a María y José a un exilio forzado, huyendo del decreto del rey Herodes que ordenaba la matanza de todos los niños menores de dos años nacidos en Belén. Con el Niño Jesús recién nacido, María y José emprenden un viaje marcado por la incertidumbre y el temor hacia Egipto, buscando protegerlo de la persecución mortal del rey. Este exilio del alma la aleja de su origen divino, mientras buscan refugio en medio del caos y la oscuridad. José había recibido en sueños la visita del Ángel del Señor, quien le ordenó tomar a su esposa e hijo y salir de inmediato, una experiencia que ninguna madre preocupada por la seguridad de su hijo debería enfrentar.

    Años más tarde, nos encontramos con uno de los pasajes más icónicos de las Escrituras; el episodio del Niño Jesús perdido en el Templo. A la edad de doce años, Jesús acompañaba a sus padres a Jerusalén para celebrar la Pascua. En un breve descuido, María y José lo perdieron de vista, lo que desató una angustia inimaginable en el corazón de María, consumido por la agonía. Durante tres días, buscaron afanadamente a su hijo. María enfrentó la pérdida del Hijo del Padre, el dolor de la separación y la confusión, experimentando una búsqueda interior constante y el descubrimiento de la verdad espiritual, la cual trasciende la percepción y la comprensión intelectual, un proceso que conlleva a menudo dolor, el cual se desvaneció cuando finalmente encontraron a Jesús discutiendo y enseñando a los maestros en el Templo, un encuentro cargado de alivio, gratitud y verdadero propósito. Este episodio marca el tercer dolor de María.

    En un momento decisivo, cuando Jesús estaba cumpliendo los designios de su Padre, se encontró con su madre en el camino al Calvario, marcando así el cuarto dolor. Este encuentro simboliza el sufrimiento compartido entre la Madre y el Hijo. María, testigo del flagelo extremo a su hijo, derramó innumerables lágrimas al verlo humillado, vejado y azotado como si fuera un criminal, un malhechor coronado de espinas, a pesar de ser el auténtico Rey de Reyes.

    Presenciar la crueldad de los soldados al clavar a Jesús en las manos y los pies, ver cómo una lanza atravesaba su costado, presenciar la agonía y su entrega final al Padre en un acto de perdón por los pecados de los hombres, y aceptar la muerte de su Hijo de esa manera, siendo ella consciente de su inocencia, representó un símbolo supremo de fe y confianza en la voluntad divina. Cuando llegó el momento de la crucifixión, María experimentó el quinto dolor, el dolor más grande difícilmente concebible del alma que enfrenta la oscuridad y la muerte en su camino hacia la luz y la vida, un sacrificio necesario que cada uno debe hacer para que el alma encuentre la verdadera libertad y unión con lo divino, paz y plenitud.

    El sexto dolor se materializa en el desgarrador abrazo de María al recibir el cuerpo inerte de Jesús. José de Arimatea, discípulo secreto de Jesús, solicitó a Pilato que le entregara el cuerpo de su Maestro para darle sepultura, solicitud que fue concedida. Al retirar el cuerpo de la cruz, José lo entregó a María, quien lo recibió en sus brazos. Este momento representa el encuentro del alma con lo divino después de haber pasado por el camino del sufrimiento y el sacrificio, la unión profunda entre el amor materno y el sufrimiento por su Hijo, realización y unión que todo creyente anhela.

    Finalmente, el séptimo dolor culmina en el sepulcro, donde María acompaña los preparativos funerarios. La sepultura de Jesús en el sepulcro es un símbolo de la aceptación, de separación y de la pérdida, un adiós desgarrador a la vida terrenal. Representa el descanso del alma antes de su resurrección y ascensión hacia la luz eterna. La Virgen había dado a luz a su Hijo, lo había educado, acompañado, y ahora lo estaba enterrando. Sin embargo, lo que ocurrió después, el sepulcro vacío representa la resurrección del alma y su retorno a la plenitud celestial. María, como madre del alma redimida, experimenta la alegría y la liberación de la ilusión del mundo terrenal. Nos muestra el camino hacia la vida eterna y la consonancia con lo eterno.

    María se entregó sin reservas a la voluntad de Dios desde el momento de la anunciación del Ángel Gabriel hasta la muerte de su Hijo, Jesús. Como compañera silenciosa en el sufrimiento de Cristo, María compartió todos los dolores que Él experimentó, por esta razón, muchos pontífices la han reconocido como corredentora. Su fe inquebrantable y su aceptación serena del plan divino la destacan como una figura central en la historia de la salvación. Junto a su Hijo, María sufrió con paciencia y dolor, sin protestar ni rebelarse, participando fielmente en la redención y santificación del mundo.

    A través de estos dolores, María nos guía en nuestro propio viaje de despertar y transformación en busca de nuestra conexión divina. Nos recuerda que, incluso en medio de la oscuridad, siempre hay luz y esperanza. El sufrimiento y el sacrificio son partes esenciales del viaje del alma hacia la verdad y la redención.

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