Estamos listos

Estamos listos

(*) El siguiente texto es una historia de ficción que puede ser impactante, perturbadora o emocionalmente intensa.

    «Envuelta en la penumbra de su celda, Ane, casi en un estado de ausencia, toma la Biblia que reposa al pie del catre y la examina con intensidad, la observa fijamente casi al punto de perforarla. Su mirada, mezcla de resignación y furia, refleja la crudeza de la indiferencia que atraviesa su existencia. Sus manos, acarician las páginas con el tacto de saber, el tacto que va más allá de la mera textura de letras impresas en las simples hojas gastadas de un libro; es la Palabra, su sino.

    Sumida en reflexiones, Ane explora los recuerdos de su memoria en busca de consuelo entre los fragmentos de una vida que se desvanecen entre los dedos. Fuera de su celda, un sombrío cubículo sombrío de hierro y húmedo cemento, grises muros, testigos herméticos que absorben noche tras noche el sollozo y silencio de una mujer condenada a cargar el peso de una sentencia. En el pasillo, frente a la puerta de la celda, el alcaide se detiene, escoltado por cinco guardias armados y un sacerdote, una presencia ominosa que interrumpe la penumbra del confinamiento de Ane.

    A través del pequeño ventanuco, el alcaide se dirige a Ane con una frialdad cortante: "Es hora..." Ane asiente con resignación, aceptando lo que le aguarda. La puerta del calabozo se abre con el chirrido metálico característico, desagradable y molesto, que provoca dentera, similar a ese incomodo sonido agudo y estridente que se produce al pasar las uñas por una pizarra. "Levántate", ordena el guardia, y Ane deja caer la Biblia sobre el catre antes de dirigirse hacia la puerta. Echa una última mirada al que ha sido su hogar por dos décadas y sale, colocándose en medio de la formación de guardias que avanzan por el intrincado y vetusto pasillo, sombras silentes que la acompañan.

    Los latidos de su corazón retumban en sus oídos mientras camina con la cabeza en alto, firme, su atención fija en las paredes que exhiben una galería de pequeños marcos vacíos, sin imágenes. Sin embargo, la certeza de que pronto serán llenados. Según avanzan aparecen en esos marcos se van llenando con los retratos de personas con fechas, horas y números, como si fueran trofeos macabros en un salón de la fama de la decadencia, recordatorio de vidas truncadas y destinos sellados. Cada paso se hace más pesado que el anterior.

    Al frente, un guardia; detrás, el alcaide; tras éste, Ane junto al cura; cierran el grupo cuatro guardias. El trayecto es largo y agobiante, se hace pesado, atravesando por delante de la puerta de la sala de testigos en silencio. En el interior, el tiempo parece detenerse ante un reloj solitario y unos pocos atestiguantes: la madre de Ane, algunos oficiales, unos civiles, varios mandos militares y un periodista, todos sentados en sillas de metal, mientras un guardia custodia la sala.

    Son las 20:50 horas cuando la puerta se abre y el alcaide entra en la sala de ejecución, apartándose hacia la pared. La mujer, como un espectro caminante, lo sigue, enfrentándose a la camilla con su peculiar y moderno diseño, junto a las correas que aseguran inmovilidad. Turbada, murmura para sí misma: "No estoy aquí, no soy yo, no es real. ¿Qué es esto? No soy..." Inestable, con la respiración agitada, intenta girarse, pero el guardia la empuja hacia adentro, apretando su hombro. El alcaide, con voz serena, le dice a Ane: "Por favor, suba y acuéstese". Mientras tanto, en la sala contigua, ajenos a los preparativos previos, un testigo comenta a otro sobre la supuesta dignidad con la que son tratados los condenados, destacando la humanidad del proceso. La madre, entre los testigos, escucha estas palabras con una mezcla de incredulidad y desesperación, revolviéndose en su silla de metal en tanto espera con impotencia.

    Absorta en su propio mundo, Ane se aproxima a la camilla y se sienta, dejándose caerse para quedar recostada. Los guardias se distribuyen a su alrededor en una formación casi ritual, el sacerdote se posiciona a los pies, listo para ofrecer sus últimas palabras de consuelo. Un asistente técnico sanitario entra en la sala empujando un carrito lleno de instrumentos, preparado para llevar a cabo el triste protocolo. Con cuidado, coloca una vincha con sensores en la cabeza de Ane, al tiempo que, en la sala de los observadores, dos de los testigos comentan la macabra función que esperan. "Cuando les arrebatan la vida, al menos es con un toque de dignidad y respeto, que es más de lo que se les da si les dejaran vivir", suelta uno, con sumo cinismo. El otro asiente con el gesto cansado de quien ya ha presenciado demasiado y tono amargo: "Estoy con vos. Aunque nada justifica los crímenes, al menos aquí hay un atisbo de humanidad que contrasta con la atrocidad de los actos que llevaron a este punto. Esto es la Ley del Ojo por Ojo..."

    En otra sala contigua a la cámara de ejecución, detrás de un cristal opaco, el verdugo abre un robusto e imponente maletín negro sobre la mesa. Dentro, un arsenal de utensilios y sustancias químicas dispuestas de manera ordenada. Con manos diestras, el ejecutor, realiza una minuciosa verificación de cada uno de los compuestos químicos antes de extraer una jeringa automática doble, cuyo diseño evoca el de una pistola. Con precisión, conecta los catéteres a la jeringa y los pasa a través de un conducto en la camilla, mientras monitoriza las ondas cerebrales y signos vitales de Ane en unos monitores médicos.

    En la sala de ejecución, el asistente técnico sanitario recoge los catéteres que asoman por la camilla. El reloj marca las 20:55 de la noche. Ane se estira mientras los guardias la sujetan firmemente con cintos, y el ATS, con una aguja diestra, busca la vía primero en la aorta y luego en el brazo izquierdo de Ane. El suero fluye con lenta decadencia, y el tiempo parece dilatarse. Un tono mecánico resuena. La pared frontal de la sala de testigos se levanta con aparatosidad, como si fuera un telón de un teatro.

    La madre se quiebra en lágrimas al ver a Ane en el centro de la gélida sala. Los testigos observan la escena con una extraña mezcla de morbo y desapego; en los ojos de unos pocos, destellos de comprensión se entrelazan con el desprecio habitual hacia este triste espectáculo. La madre se arrodilla frente a la cristalera, su rostro distorsionado por el dolor. En la sala de ejecución, Ane no escucha nada, frente a ella sólo es un espejo, pero percibe la presencia fuerte de su madre. El show está por comenzar.

    Los testigos comentan sobre la rapidez del proceso y la supuesta justicia “Dentro de lo malo, al menos es rápido. No va a sufrir”, dice uno de ellos. “Dignidad, amigo mío, algo que estos desgraciados no merecieron en vida, pero les damos gratis en su despedida" añade otro con un deje de hipocresía. A estas palabras, otro testigo responde con odio: "Seguro lo tiene bien merecido, una malnacida menos. ¿No es irónico? No hay justicia. ¡Qué importa si sufre! Que su Dios la tenga en su Santa Gloria".

    Los guardias y el ATS salen de la sala, dejando a Ane, el sacerdote y el alcaide solos. El cura agarra el tobillo de Ane para orar, mientras ella repite en su mente: "Esto no es real, no soy yo, no estoy aquí".»

    En ese momento, el alcaide afirma con solemnidad:

"Estamos listos".

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