Mi peor enemigo


    Es cierto que vivimos en una época de grandes angustias, de desorientación, falta de identidad, soledad, inseguridad y ante todo, de gran debilidad espiritual y desprecio a los valores. Estos factores llevan muchas veces, a “probar” cosas nuevas.

    ¿Qué motivaciones nos impulsan, como seres humanos, a convertirnos en adictos, a obsesionarnos tanto con algo que tome el control de nuestras vidas y lo que es peor, la vida de los que están a nuestro alrededor? ¿Qué buscamos?

    En realidad, creo que las adicciones son solo el síntoma, la manifestación de una afección en la conciencia, en la experiencia de vida y ¿por qué no? en el espíritu, que nos incita a consumir algo o realizar algún tipo de actividad, con la falsa esperanza de la evasión, el placer, de mitigar el dolor, de ser mejores o de cumplir un extraño sueño, cuando lo que realmente estamos haciendo, es mortificándonos.

    En mayor o menor medida todos somos adictos a algo. Pensamos erróneamente que los drogodependientes o alcohólicos, como estereotipos sociales, son los únicos adictos. Estas, sean quizás las adicciones más perjudiciales por sus efectos y consecuencias conocidas, sin embargo, no nos engañemos, no son las únicas.

    Ser adicto es ser esclavo de algo y no poder controlarlo, hasta el punto que nos produce un desorden importante en la vida. Lo peor de ser adicto, es no saber que se es. En realidad, estamos tan involucrados con nuestra cotidianeidad que apenas nos damos cuenta o no aceptamos que hay situaciones normales que constituyen una forma de adicción: desde la relación con nosotros mismos a comportamientos desproporcionados, o hábitos nocivos y necesidades excesivas, pasando por el uso de medicamentos, la inanición, la procrastinación, el sexo desenfrenado, el juego, el fanatismo o la obsesión por el trabajo. En los últimos años, han aflorado, además, nuevas formas, como la interacción en las redes sociales y el consumo tecnológico, hasta las ya mencionadas, más visibles y perjudiciales como la violencia, el consumo de alcohol o la drogadicción.

    Aunque podrían ser muchas las causas y coexistir entre ellas, lo primero, pienso y más importante es, no esquivar y apartar la mirada, hablar abiertamente de las adicciones, con respeto, tolerancia y ante todo empatía. La falla de esto, unido a la clara falta de atención e información, es lo que hace que los jóvenes sean más propensos a la tentación y los adictos, sean objeto de estigmas y prejuicios. Asimismo, pueden ser factores sociales, familiares o individuales, entornos vulnerables, precariedad, soledad, inseguridad, vacío interior, carencia de afecto y amor.

    Las adicciones son muchas veces problemas de gran magnitud con repercusiones tanto en el individuo como en el entorno familiar y social. Sus efectos son tan nocivos que van más allá de lo meramente corporal, es una espiral de autodestrucción física y mental, capaz de demoler todo a su alrededor. Un descenso en caída libre a los infiernos, a perderse en los miedos, emociones y sentimientos más oscuros, hasta que se toca fondo, un fondo tan doloroso que es imposible negarlo.

    El adicto solo se cura, si él quiere, este es el primer paso, todo parte de él. Poner orden en toda esa alteración emocional y psicológica, requiere andar un camino largo, de mucho trabajo y dolor, quitar el velo de la sumisión, mirar hacia adentro y enfrentar la oscuridad para, con una fuerte dosis de confianza, ver la luz.

    No se trata únicamente de voluntad, es una cuestión de conversión, son todas las ganas y fuerzas unidas para querer crecer y salir, resurgir. Aunque abordar este flagelo, no es fácil y nos involucra a toda la sociedad. Partiendo de la familia como pilar clave y principal núcleo aglutinador de desarrollo individual y social, pasando por las intervenciones en la escuela, como partícipe activo del proceso educativo, hasta llegar a las políticas públicas en materia de salud preventiva.

    Es necesario acompañar, al tiempo, que fomentar en los niños y jóvenes, la conciencia crítica, el manejo de las emociones, el discernimiento, la resiliencia, ante todo, valorizarlos en toda su dimensión, y enseñarles la fuerza interior del amor en su vida, porque es el amor a sí mismos, lo que les dará fortaleza para enfrentar los desafíos que se presenten.

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