Sin miedo


    Todos hemos sentido miedo alguna vez en nuestras vidas. Es un sentimiento que en algún momento determinado nos toca enfrentar. Experimentar miedo es bueno porque nos alerta ante ciertas situaciones y en esos casos se convierte en una autoprotección saludable. Sin embargo, en otras ocasiones, se convierte en un muro que nos bloquea, nos anula y paraliza, impidiéndonos reaccionar.

    Nos encerramos y nos refugiamos en nosotros mismos porque, al fin y al cabo, ahí es donde nos sentimos cómodos y seguros. Es nuestro espacio de confort.

    ¿Qué seríamos capaces de hacer si no tuviéramos miedo?

    Liberarnos de todos los temores: el temor a la muerte, al dolor, a lo que los demás pensarán, a nuestra posición social, a la idea de que no podemos, a la violencia, a perderlo todo, al miedo a la libertad y a vivir una vida plena. En definitiva, tememos cumplir el propósito que Dios tiene para nosotros.

    Oramos y pedimos al Señor que nos dé el valor para afrontar nuestros miedos, esperando que abra sus brazos y nos brinde una solución rápida y sin mucho esfuerzo. A menudo nos sentimos frustrados cuando no llega lo que queremos. Pero no nos damos cuenta de que Dios obra de muchas maneras y nos ofrece algo increíblemente mejor: nos concede la oportunidad de "ser", de ser valientes para afrontar nuestros miedos y trascender.

    Después de pasar cincuenta días desde aquel domingo de Pascua, los apóstoles estaban reunidos, orando en una gran sala. En cierta medida, los discípulos seguían sintiendo miedo y enfrentando todo tipo de sentimientos encontrados. Habían cerrado sus corazones y mentes a las palabras que Jesús les había dicho. Los guardias del templo les acechaban, y en esa sala, bajo la falsa seguridad de una puerta cerrada, creían sentirse protegidos y seguros.

    Pero entonces, el cielo tronó y sopló un fuerte viento. El Espíritu Santo, el espíritu que Jesús les había prometido, descendió sobre ellos y todos comprendieron. El miedo desapareció y el Espíritu Santo les anunció la paz y les otorgó sus dones y su gracia. Todos se llenaron del Espíritu Santo. Los hizo fuertes, audaces y santos, capaces de hacer lo imposible: salir de la seguridad de la sala y enfrentar los peligros del mundo para proclamar la Buena Noticia en todos los rincones de la Tierra. Allí también estaba la Virgen María, la madre presente. Fue en ese preciso momento, bajo su amparo y el del Espíritu Santo, que nació la iglesia.

    En este día de Pentecostés, recordamos y celebramos el descenso del Espíritu Santo sobre los discípulos de Jesús. Fue un momento de transformación y empoderamiento espiritual. En nuestra propia vida, también podemos experimentar la acción del Espíritu Santo. Es un regalo divino que nos capacita para vivir con plenitud y propósito. Nos invita a abandonar los temores que nos limitan y nos impiden alcanzar nuestro potencial más elevado. El Espíritu Santo nos guía y fortalece, infundiendo en nosotros los dones necesarios para cumplir nuestra misión en el mundo.

    Que el Espíritu Santo nos acompañe siempre en nuestro camino espiritual y nos ayude a vivir con autenticidad y plenitud. Amén.

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