La clave para un mundo mejor


    En la sociedad actual, caracterizada por su materialismo, resulta cada vez más difícil encontrar valores esenciales como el aprecio por la familia, la gratitud, la empatía, la tolerancia, el respeto, la honestidad, el compromiso y, sobre todo, el sacrificio.

    Últimamente, he estado escribiendo sobre la importancia de la transformación del corazón y del ser hacia un estado espiritual, como parte de un proceso de crecimiento. Amar a Dios implica un compromiso en todos los aspectos de nuestra vida, especialmente en las dimensiones más profundas de la conciencia. Para comprender el amor que Dios nos brinda, es necesario tener un encuentro personal con Él.

    Dios Padre, misericordioso, envió a su único hijo, Jesús, para salvarnos de nuestros pecados y ser el camino hacia Él. Con su sacrificio, nos ofreció el sacramento del perdón. Imploró a Dios nuestro perdón, y el Padre, que es justo, en su infinita misericordia, nos perdona todo sin rechazar a nadie. No importa cuán grande sea el pecado, mayor es el amor, siempre y cuando se recurra a Él con el corazón sincero y la firme conciencia de abandonar el pecado. Nadie queda excluido de la misericordia de Dios. Donde abunda el pecado, sobreabunda la gracia. 

    Actualmente, tendemos a vivir con conceptos tan negativos como "me la vas a pagar", o "espero que recibas el mismo mal que me causaste", el conocido "ojalá se estrelle", y uno de los peores "te voy a matar". En nuestra limitada naturaleza humana, nos resulta difícil comprender la misericordia, más aún con aquellos que nos han ofendido o lastimado. No es fácil ofrecer la otra mejilla, pero no hay que confundir misericordia con injusticia. 

    Dios es misericordioso incluso con los peores pecadores y transgresores de la ley "Quien esté libre de pecado, que tire la primera piedra". La justicia divina va más allá del bien y del mal. La justicia sin misericordia es absolutismo, y la misericordia sin justicia es consentimiento. Aunque Dios conoce nuestra culpabilidad, nos ofrece su gracia mediante la redención. El perdón como expresión máxima del amor nace en lo más profundo de nuestro ser. El sentimiento reconfortante de saber que somos escuchados y amados por Él. Ahí donde habita Dios, brota la misericordia. 

    La misericordia es la máxima expresión de clemencia y perdón. Se da incluso cuando la persona no lo merece y es culpable. No se tiene en cuenta el mal recibido. Amar es aprender a perdonar. La misericordia es esencial para una sociedad más justa, esperanzada, caritativa, servicial y feliz. Es la base de la empatía, de la amistad, del trato con los demás. La falta de misericordia es signo de la ausencia de Dios. 

    A menudo nos enfocamos en la justicia y la venganza en lugar del perdón y la misericordia. Nos aferramos a rencores y resentimientos, y esto solo nos hace daño a nosotros mismos. Pero cuando practicamos la misericordia, liberamos el peso de la venganza y abrimos nuestro corazón a la gracia y al amor de Dios. 

    Es importante recordar que la misericordia no significa ignorar o tolerar el mal, sino que implica reconocer la humanidad en cada persona, incluso en aquellos que nos han hecho daño. Significa tratar a los demás con dignidad y compasión, incluso cuando ellos no lo merecen. Como dijo Jesús, "Amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian, bendigan a los que los maldicen, oren por los que los difaman" (Lucas 6:27-28). Este es el verdadero camino del amor y la misericordia, que nos lleva a una vida plena y feliz en comunidad con nuestros semejantes.

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