Luz al final del túnel

 
    El flagelo de las adicciones no respeta nada: ni estatus, ni culturas, ni razas, ni credos; arrasan sin contemplación alguna por donde entran.

    Muchas de estas adicciones, son rechazadas, repudiadas o estigmatizadas por la sociedad, ya sea por pura ignorancia o por la misma hipocresía social que tiende a subestimar el alcance del consumo. Esto incluye, irónicamente, a las sustancias más comunes, como el alcohol o las drogas legales que, al ser, todas estas sustancias de uso habitual, tienen un alto grado de aceptación y valor social.

    Por muchos títulos que queramos ponerles a las adicciones o por la ilusión de reconocer y aceptar que muchas actúan en la sociedad de manera ‘invisible’, lo único cierto que cabe, por encima de la cultura popular, es la lógica y la afirmación científica: las adicciones no son vicios, las adicciones son una enfermedad real. La Organización Mundial de la Salud (OMS) lo reconoce desde hace años, y como tal, deben ser tratadas como una cuestión de salud pública, ya que impactan no sólo de manera nociva en la salud de la persona afectada, sino también en la vida de sus familiares, allegados y, por supuesto, en el conjunto de la sociedad, por razones ampliamente conocidas.

    El problema no radica en la acción de consumir o de llevar a cabo ciertas prácticas adictivas; el problema concreto radica en la responsabilidad y en el control de las emociones para que estas no sean el factor determinante que lleve a una persona a ser adicta.

    La solución o el cambio no pasan por eliminar el producto de la ecuación, ni por la penalización o el endurecimiento de las leyes. En mi opinión, la verdadera solución comienza por la prevención. La prevención que nace en el seno familiar, enseñando a lidiar con las emociones, fortaleciendo los afectos e infundiendo la responsabilidad y la resiliencia desde edades tempranas, pasando por la conciencia social, por el fortalecimiento de los valores esenciales y, finalmente, ante la presencia de una adicción, pasa por la decisión de la persona afectada de dar el primer paso: reconocer que es adicta.

    De otra manera, si esta no quiere hacerlo, nunca se va a curar. Desde la propia aceptación y la misma voluntad, la recuperación es un trabajo arduo en lo recóndito de la conciencia. Implica abordar los sentimientos más profundos y forzar los límites del cuerpo, porque el afectado debe enfrentar un "infierno", un infierno quizás necesario para transitar un difícil camino que lo llevará con esperanza a un despertar, a lograr un crecimiento y una renovación verdadera.

    Es cierto que el soporte familiar es fundamental para la recuperación, aunque a veces no se da. Sin embargo, también es cierto que en la mayoría de los casos se necesita de ayuda profesional con tratamientos efectivos para orientar y dar contención a ese tumulto de inquietudes confusas que embargan al adicto.

    El Estado cuenta con la ayuda de profesionales de la salud altamente cualificados y también con organizaciones civiles y eclesiales que toman como misión coadyuvar a las personas adictas a recuperar su vida y, sobre todo, su dignidad.

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