«La primera cosa que recuerdo es una extraña habitación, o quizá una construcción. O tal vez nada de eso, porque todo era tan abstracto que la distinción y la percepción entre lo que era y lo que no era perdían relevancia; ni siquiera era una conjetura. Simplemente, existías, estabas fusionado con el lugar en una ‘montaña’ enorme y solitaria, perdida en la nada. Me sorprendía que, en medio de tanta vacuidad y desolación, pudieran crecer algunas plantas y dar flor. Eran pocas, pero de una belleza inusual, como si mis ojos nunca antes hubieran visto algo así. Rocas sueltas caían incesantemente, como gotas de agua en una eterna tormenta. Parado en aquel espacio, observé un anciano acostado sobre una losa de mármol blanco y pasando más allá, al fondo, una mujer diáfana se encontraba en lo que parecía, no sé, un lugar oscuro, absurdo, atravesada por mi mirada abismática. Cuando ella me la devolvió, bajé la vista. Estaba arropando en un nicho a una pequeña criatura mortal, al men